El buen Immanuel Kant trazó, con firmeza, una estricta ‘línea de demarcación’ entre la heteronomía y la autonomía moral, estableciendo así el ineludible pasaje de la adolescente inmadurez a la madurez propiamente dicha. Pero la moral es, en realidad, algo más que el simple “deber ser” -término que, por ciento, en estos días, se ha hecho tan habitual, tan común, tan banal, en el lenguaje cotidiano de los funcionarios públicos y privados, policías, educadores, comunicadores, políticos de oficio, etc-. La moral no es un modelo “natural”. Tampoco es algo estático e inmodificable. Por eso mismo, no es una suerte de topus hiperunanico en el que sólo se reflejan las cosas, no como ellas son sino como “deberían ser”, a la manera del espejismo con “buen sentido”. Ella, más bien, está directamente relacionada con el modo de vida social y, en virtud de ello, es una objetivación de la cultura de un determinado conglomerado humano, inmerso en un espacio y un tiempo determinados. Si, como dice Hegel, toda religión remite necesariamente a un principio moral, se puede agregar, a la vez, que toda moralidad remite a la construcción y constitución de una determinada Bildung, es decir, de una determinada formación cultural y, por ende, histórica. La moral, en tanto que modo de pensar, decir y hacer, es mucho más un asunto del ser, de la realidad efectiva, que del inalcanzable, idílico, “deber ser”. Ella es nada menos, que el gobierno de la razón histórica.
No es improbable que, ante semejante conclusión, el gigante de Köningsberg -y, mucho más que él, cierto seguidor suyo-, quedara un tanto sorprendido. No obstante, y de ser así, imagine por un instante el lector cómo sería el thauma de Trucutrú, cuyo habitual cinismo suele ir acompañado de la expresión “ese es el deber ser”, como si se tratara de uno de los mazasos de su impotencia. A propósito de Trucutrú -modelo platónico de la heteronomía-, conviene establecer más de cerca algunos detalles relativos a esta relación existente entre la moralidad y la cultura: ninguna de las dos instancias puede ser sopesada en sus justas dimensiones sin mencionar al lenguaje, porque el lenguaje es una complejidad de hechos orgánicos por medio del cual, como dice Gramsci, “una multiplicidad de voluntades disgregadas, con heterogeneidad de fines, se relacionan con vistas a un mismo fin, sobre la base de una misma y común concepción del mundo”.
De lo dicho hasta ahora, se puede concluir que, en efecto, en el lenguaje se concentra “el clima”, o si se prefiere, el ambiente propicio de la cultura colectiva, ya que su basamento intelectual ha sido asimilado por el ser social, al punto de devenir motivación esencial, “temperatura”: pasión. Recuérdese aquello que, no sin insistencia, observaba Spinoza: “la fuerza de una pasión puede sobrepujar las demás acciones del hombre”. No se trata de la tan cacareada “esperanza”, en consecuencia, sino, en todo caso, del “optimismo de la voluntad”. Siempre. Es así como el lenguaje contiene los elementos fundamentales de una determinada concepción de la vida, de toda una cultura. Por lo cual, el lenguaje de cada individuo permite llegar a comprender los alcances, la mayor o menor complejidad, de la concepción del mundo que se pueda llegar a tener.
El enemigo del cambio real, el mayor detractor de la democracia y del progreso social, se haya inserto en el lenguaje. La superación de la “menor complejidad” presente en una determinada concepción del mundo, a la que Gramsci se refiere, se ha hecho carne y sangre de este tiempo, de esta realidad. Y cabe advertir que no se trata de un fenómeno exclusivo de un país que diariamente es mancillado en largas colas, con -por cierto- la esperanza de adquirir uno que otro producto elemental para poder subsistir. No es solamente el fondo de la narco-caverna de Trucutrú y de sus patéticas sombras vivientes. Es Trump, es Putin, son los Mussolini que se resisten a ser enterrados definitivamente por la historia. Ver la luz, salir de la caverna, comienza por superar la ética de la miseria que un lenguaje extrañado y mediocre le ha impuesto a la sociedad del presente. Es el retorno de la barbarie (bar-bar) que muy poco -o nada- sabe del lenguaje, por lo menos no en la complejidad que Gramsci exige. El ignorante, el subdesarrollado cultural -cuyo lenguaje revela la pobreza espiritual que lo afecta, y que lo hace portador de la cruel y enajenada heteronomía- se haya en la completa inconsciencia de sí mismo que se extiende a la realidad de verdad y a la objetividad de la vida. El pobre de espíritu “vive” -cree ciega y estrechamente que lo hace- “feliz”, sin detenerse un instante a pensar que “quien cesa de padecer deja de ser”.
La tarea cultural por transformar el “glorioso” espíritu del subdesarrollo -a pesar de que hay unos cuantos “conductores” que sienten un profundo orgullo por sustentarlo- pasa por la transformación, es decir, por el enriquecimiento del propio lenguaje en todas sus dimensiones, es decir, no solo gramaticales o de dicción, sino gestuales, corporales, visuales, musicales, en fin: desde sus manifestaciones propiamente cognitivas hasta sus expresiones estéticas. En efecto, y como ha observado Vico, desde la antigüedad “los héroes percibieron por los sentidos humanos aquellas dos verdades que constituyen toda poiesis económica, y que las gentes conservaron con estas dos palabras:educere y educare”. Y, de hecho, lo que constituye todo saber, toda praxis humana, es la producción material y espiritual, porque lo que distingue al ser social de cualquier otra especie es la actividad productiva humana, pero lo que posibilita esa actividad productiva es la conciencia. La superación de la pobreza material que subyuga comienza por la superación de un lenguaje pobre, mediocre, triste y, en última instancia, hueco. Superarlo es el punto de partida de la superación de la ética de la miseria y del conformismo. La inteligencia no es ni más ni menos que lo que Aristóteles llama Virtud. Es la razón al servicio del mundo objetivo y del mundo objetivo al servicio de la razón. Es la conquista de la autonomía, del desarrollo pleno, libre, sin caudillos y sin ‘taitas’. Es, en suma, la plena madurez como capacidad de autodeterminación de la vida política, social e individual.