El deber de gobernar – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Con asombro -sí, yo no pierdo la capacidad de asombro- escucho amk9HMijk_400x400 Elías Jaua referirse doctamente al «derecho a gobernar». Sí, me asombro. Hay que tener tupé, y muy tupido y frondoso, para esgrimir tal derecho siendo un miembro activo y poderoso de este gobierno y del anterior con semejante situación de calamidad que ha provocado para desgracia de la población en general y los pobres en particular.
Jaua, que se siente un grande de Venezuela, superior a todos nosotros, olvida que más que el derecho a gobernar, el gobierno, régimen en realidad, tiene el deber de gobernar. En democracia, a un gobierno se le elige no para cederle derechos sino mandatarle deberes. Por cierto, tales obligaciones están claramente establecidas en la Constitución Nacional. Basta cumplir la letra de ésta. No más. No menos. De hecho, los gobiernos no tienen como tal derechos. Tienen facultades, competencias y obligaciones. De allí que el argumento de Jaua es de señor feudal.
Califica casi como impresentable que un «grande» del gobierno, a saber un peso pesado con las alforjas repletas por años, recurra a tamaña maroma para intentar justificar los innegables errores y horrores que han ocurrido y que nos han traído a este lamentable estado de las cosas. Hay que decirle a Jaua que defenderr el derecho a gobernar es, cuanto menos, una portentosa necedad cuando el examen de los más elementales asuntos da como resultado un indiscutible  fracaso en la gestión de lo público, bajo cualquier parámetro. Las preguntas están ahí, en boca del pueblo, de la gente del común, de los ciudadanos de a pie. ¿Somos hoy un país mejor? Para saberlo, hay que ver de cerca. No tan sólo sentarse frente a unas cámaras a soltar discursos almibarados, patrioteros y baratones que contrastan con la realidad cruda, dura y ruda. Jaua no puede hablar del derecho a gobernar cuando es evidente que Miraflores y otros palacios incumplen con sus deberes y al hacerlo violan los derechos de los ciudadanos que están, otra vez, consagrados en la Constitución Nacional vigente.
Claro que a ojos del gobierno lo han hecho maravillosamente bien. Ello es consecuencia de un modelo de gestión diagramado para cumplir con objetivos pico democráticos . En efecto, el principal objetivo para el gobierno (régimen) no es la mejora de la población, no es el alcance de la «mayor suma de felicidad posible», es el poder. En eso fijó su mirada y bajo tales parámetros pues ha sido exitoso. Pero en democracia no se elige gobernantes o legisladores para que ellos tengan poder. Se les elige para que ejecuten los mandatos constitucionales. Eso, tan elemental como suena, no es lo que han hecho los gobernantes y legisladores que han llevado las riendas. La consecuencia de sus desatinos convirtió al país en un pichaque. Por el desagüe se fue el mayor ingreso petrolero de toda nuestra historia. No hubo inversiones rentables, se destruyó el parque industrial, las tierras productivas fueron condenadas al abandono, se sustituyó el «hecho en Venezuela» por un «importado por Venezuela». No contento con la  inmensa cantidad de dólares obtenidos por la bonanza petrolera, el gobierno contrajo mega deudas cuyos pagos nos asfixian, hizo crecer las nóminas estatales con una insensata burocracia que no genera valor agregado,  parió una gigantesca fuerza laboral informal y no haya cómo disfrazar la más nauseabunda corrupción.
Así, no puede sorprendernos, mas sí asombrarnos y dolernos, ver a nuestra Venezuela convertida en un país en picada. Con hambre de esa que hace doler el estómago, con escasez de todo lo fundamental, con desabastecimiento de lo mínimo necesario para curar enfermedades superadas hoy reincidentes, con pacientes psiquiátricos a los que no se les provee lo necesario y son mandados a sus casas a ver qué pueden hacer las familias con ellos. Tenemos hoy un país de cuarto o quinto mundo, por duro que sea escribirlo. Las gentes registran basureros en procura de algo para comer, venden sus ropas en uso y la mendicidad ha crecido exponencialmente. Las cárceles están atiborradas de personas a quienes les son violados sus derechos humanos consuetudinariamente. Tenemos el sistema judicial más ineficiente de toda la región. Los hospitales son antesalas de los camposantos. Las escuelas, liceos y universidades son atendidos por maestros y profesores que ganan salarios míseros y los alumnos llegan a las aulas famélicos, desnutridos y agotados, inhabilitados así para aprender. Y hasta las posadas, construidas con el sudor de muchos emprendedores venezolanos esforzados y decentes, ven hoy cómo su trabajo de años camina hacia la ruina. De casas vivas pasaron a ser casas muertas. En síntesis, el gobierno acabó con la capacidad de ser productiva y feliz a una nación con notable talento y oportunidad para ambas cosas. Arrasó con el presente y quiere acabar con el futuro. Y no tiene ni el más mínimo sentido de culpa y remordimiento. Ergo, ante tan grandes pecados tampoco tiene contrición de corazón ni propósito de enmienda.
Quizás a Jaua nada de eso le importa. O no ve las carencias. O no quiere verlas. No le hace falta. Con sus varios kilos de más logrados durante estos años de «grandeza» (¿cuántos kilos son? ¿10? ¿12?) y su increíble falta de decoro, para Jaua lo crucial es el «derecho a gobernar», no el «deber de servir», el «deber de gobernar». Pero pasa, resulta y acontece que el pueblo está hasta la coronilla de frases banales, de histrionismo decadente, de babiecadas irrelevantes. Y resume todo su hartazgo y descontento en una palabra: cambio. Quiere un gobierno de verdad, un gobierno que cumpla con su constitucional deber de gobernar.
@solmorillob

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