El australiano – Sergio Dahbar

Por: Sergio Dahbar

Hay ciertos crímenes de los que resulta difícil escapar. Esta semana,SegioDahbar_reducido_400x400 (2) desafiando el insomnio, corría por la pista del canal por cable a alta velocidad, cuando me detuve en una película que no había visto, El clan, del argentino Pablo Trapero (Mundo grúa; Elefante blanco). Conocía su existencia porque ganó el León de Plata en el Festival de Venecia y un Goya español, y porque fue una de las más taquilleras de los últimos años.

El clan es una ficción que tiene su origen en una historia de la vida real, el caso de la familia argentina Puccio, que entre 1982 y 1985 -período en que la nación del Sur regresó a la democracia- secuestró y asesinó a tres empresarios que eran sus vecinos en el barrio bonaerense San Isidro.

Los Puccio era una familia tipo de clase media. El pater familias, Arquímedes, se había graduado de contador, pero también fue diplomático menor. Recibió un premio de Juan Domingo Perón por ser el funcionario más joven de su época.

En su juventud Arquímedes coqueteó con la derecha ultranacionalista Tacuara y más tarde con la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A). Era un hombre cercano a los militares que desaparecieron gente en los años setenta.

El clan Puccio estaba conformado por la familia (Arquímedes, esposa, cinco hijos), el militar retirado  Rodolfo Franco y dos amigos, Guillermo Fernández Laborde y Roberto Oscar Díaz. Todos participaron en los secuestros extorsivos y eran cómplices de los crímenes que cometieron.

El clan Puccio secuestro a cuatro empresarios: Ricardo Manoukian, Eduardo Aulet,  Emilio Naum y Nélida Bollini de Prado. En los tres primeros casos pidieron rescates en dólares, los cobraron y después los asesinaron a sangre fría. Cuando iban a recibir el dinero por la señora Bollini de Prado fueron capturados por la policía y la banda quedó desmantelada.

A medida que pasaban las imágenes de Trapero, recordé por qué me había impresionado esta vuelta de tuerca de la banalidad del mal: los Puccio secuestraban a sus víctimas y las escondían en su casa. En el baño, ocultas por las cortinas de la ducha. En esos días, continuaban sus rutinas sin pestañear. Desayunaban, almorzaban y cenaban rutinariamente. Nada los perturbaba.

Arquímedes Puccio le sube algo de comida al rehén Manoukian, pero antes se detiene en el cuarto de su hija y con un tono cariñoso le recuerda que en minutos van a cenar. Podrán ser asesinos pero las buenas costumbres se mantienen.

El líder del clan acostumbraba a barrer la acera de la casa con una escoba. Todos los vecinos se impresionaban con lo cuidadoso que era este buen hombre. Era notable cómo ayudaba a su mujer. Nadie podía imaginar entonces que ese tic era una forma de vigilar que todo estuviera en orden en esa cuadra y no hubiera nadie tratando de husmear en sus asuntos más oscuros.

De repente entendí que los Puccio eran un síntoma de lo que se había naturalizado en la dictadura argentina, cuando se volvió práctica común y corriente secuestrar gente y asesinarla. Eso es lo que hacía el gobierno argentino entre 1976 y 1983. Y eso fue lo que hizo este clan como rutina macabra.

El final no pudo ser menos cruento. El clan completo fue a la cárcel. El psicópata mayor nunca reconoció los cargos, se graduó de abogado en la cárcel y salió en libertad en 2008. Siempre defendió que era un patriota. Evangelista, cerró los ojos en un pueblo de La Pampa. Nadie reclamó su cuerpo. Fue enterrado en una fosa común. Una hija murió de cáncer. El mayor intentó suicidarse infructuosamente y falleció de neumonía.

 Hubo una excepción. Guillermo, el hijo menor. El único que demostró tener un cable a tierra. Huyó a Australia. Nunca más nadie supo de él. Se quejaba de que algo en su familia no andaba bien. Sabía de lo que hablaba.

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