Se sientan en las mesas. Llevan unas maletas cargadas de desconfianza y dudas. Un equipaje pesado, tanto que pesa al menos lo que pesamos cada uno de los ciudadanos que hemos sido vilmente despojados de nuestros legítimos derechos constitucionales. Llevan, además, toneladas de folios en los que constan las espantosas violaciones a los derechos humanos de quienes son presos o perseguidos políticos, los expedientes de los muchachos hospedados en «la tumba», las cientos de páginas en las que letra por letra están los textos de las leyes que podrían sacarnos de este estado de colapso en el que nos ha sumergido el régimen y que han sido bloqueadas por unos magistrados a quienes la crisis y los sufrimientos ni les rozan su piel pringada de la más insufrible arrogancia. Llevan sobre sus hombros las lágrimas de los deudos y los certificados de defunción de cada de los más de doscientos mil caídos por la violencia que no ha recibido sino impunidad, generoso obsequio de un sistema judicial que ya no da vergüenza ajena sino grima. En varios guacales no cabrían los quintales de denuncias sobre salvajadas de organismos de seguridad como el inmisericorde asesinato de Geraldine Moreno o el ataque a una señora embarazada a quien policías cayeron a barbáricas patadas. Cargan a rastras con las bolas de hierro forjado colocadas en los tobillos de organizaciones políticas y sociales asfixiadas en su desempeño por un régimen que lleva 18 años tildándonos de enemigos y quitándonos nuestros derechos civiles, sociales y políticos.
Antes de caerles a patadas o pasarlos por la molienda, pensemos que ellos han dado la cara y puesto el pecho. No pido para ellos un voto de confianza y menos un cheque en blanco. Pido el beneficio de la duda. Dejemos de decir la babiecada infeliz de que andan en procura de la satisfacción de sus propias ambiciones. Por amor a Cristo, basta verlos. Han envejecido, se han arruinado, han recibido pilones de ofensas, han sido objeto de baldes de orín y excrementos. La vida y la juventud se les ha ido en estos largos años de lucha. Algunos han enfermado. Algunos han fallecido. Tienen los rostros surcados de arrugas, los cabellos canos y profundas ojeras. Han visto a sus familias correr severos peligros. Y en medio de todo esto, salvo lamentables excepciones, no han tirado la toalla.
Soy exigente. Mucho. Pero mis quejas las expreso con sugerencias, desde el ámbito de la construcción, no de la destrucción. Ya sé. Nos duelen hasta las pestañas. O, si quieren, hasta las cutículas. Tenemos el alma escaldada y ya no creemos ni en el Ave María y el Padre Nuestro rezados en Nochebuena. Este régimen nos convirtió en la sociedad de la desconfianza, el miedo y la paranoia. Pero haremos mejor en analizarnos y metabolizar nuestros miedos. Y en no confundir las águilas con los buitres.
Ahí están. Por ellos, sí. Pero sobre todo por nosotros. Mientras exista este régimen, la crisis no desaparecerá y, por el contrario, empeorará. Yo no sé cuándo lograremos salir de este nauseabundo estado de cosas. No soy una optimista ciega. No tengo epifanías ni creo en pajaritos preñados volando en retroceso. Soy una irredenta realista, que no se obsesiona con imposibles ni cree en palabrería vana. Vivo en un permanente negociar con mis rabias para no dejarme vencer por ellas.
Les di mi voto y se los daría de nuevo. Y si no me cumplen, sabré reclamárselos. Así, como están las cosas, y como creo que es tiempo de liderazgos corajudos, salvo decepción, cuentan con mi apoyo. Y por Dios que no quiero equivocarme. Porque el día en que ya no crea en Delsa Solórzano, por sólo poner uno de muchos ejemplos, será un día de mucho dolor, un día al que le pido a la Virgen y a todos los santos no llegar jamás.
@solmorillob