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A comienzos de los años 70 entré a estudiar en la Escuela de Filosofía de la Universidad Central de Venezuela. Era un joven de escasos 18 años. Me correspondió aprender de profesores brillantes, cada uno con su toque de genio particular. Fui marcado, por ejemplo, por Juan Nuño quien me daba clases de lógica. Alberto Rosales, el mayor experto en Platón, Antonio Pasquali, Ética y política aristotélica, Julio Pagallo, Hegel, Federico Riu, Kant. Y así cualquier cantidad de maestros y de pensadores apasionantes para estudiar.
Cuando estaba por el segundo año de carrera, creo, tomé un curso sobre John Lock. Me interesaba mucho el pensamiento político y filosófico del británico, y el profesor asignado era un personaje algo atípico para esa escuela tan rígida y severa: Alberto Castillo Arraez. Pequeño, de cabello muy blanco, desaliñado en el vestir en una Escuela donde, extrañamente, se cultivaba la elegancia, un tanto despistado y con un muy peculiar sentido del humor. Al terminar la primera clase me adviertieron mis condiscípulos que el profesor era nada menos que el Inspector Nick. Cuando pregunté quién era el tal Inspector, me remitieron a un programa de radio que en su momento fue muy popular. La memoria de ellos se remontaba a los años 50, pero en ese período de mi niñez yo no vivía en Venezuela. Nací en el exilio (como bien saben en Conatel), y, en todo caso, mi inclinación por la radio no vino sino muchos años después. A principios de esos 70 yo todavía no sospechaba que terminaría siendo un hombre de radio. Pero lo importante, a efectos de este recuerdo, es que solo mucho después de John Locke descubrí quien era el fulano Inspector Nick.
Se trataba de una serie de programas radiales sobre unos misterios –bastante jalados y estrafalarios- que dicho Inspector debía desentrañar. Y resulta que Castillo Arraez, el profesor de voz chillona en aquellas calurosas tardes de la Escuela de Filosofía, era el héroe que descifraba los misterios. La serie del Inspector Nick respondía al talento de un personaje sensacional, suerte de renacentista posgomecista en la Venezuela de mediados del siglo pasado.
Oriundo de Valencia, donde nació en 1903, el protagonista real de nuestra reseña es Alfredo Cortina.
Cortina fue hombre de radio. Inventó radionovelas, y todo tipo de series de ficción. Argumentó, pues, de todo un poco. Se metió en cualquier tipo de negocios, y, además, hizo fotografía. Pero nunca se consideró artista. Era un hombre del país todavía primitivo de aquél momento, que, sencillamente, inventaba, creaba cosas. En aquella Venezuela escasa de los años 50, él entraba como perro por su casa en el mundo de la novedad.
Resulta que ahora sus fotografías han sido redescubiertas, y resulta que no eran meras fotografías sino grandes fotografías artísticas. Tanto es así que han llegado a ser exhibidas en España.
Dice una nota en El País: “El legado oculto de un fotógrafo, Alfredo Cortina”. Y la reseña se ilustra con algunas de las fotos de la muestra. La modelo es su esposa, la poeta Elizabeth Schön. En una de las fotos la vemos muy delgada, rubia, contra el paisaje desértico de Falcón; un anuncio de Pepsi-Cola, dice con una flecha hacia la derecha que por ahí se va a Chichiriviche, y no solo Elizabeth mira en esa dirección, sino un también un perro famélico que está detrás de ella. Y, por si fuera poco, la sombra también se inclina en esa dirección. ¡Vaya foto!.
En otra, vemos a la poeta junto a unas palmeras. En otra camina por una calle de Nueva York. En otra avanza entre los rieles de un tren.
Dice el curador de esta exposición, nada menos que Vasco Szinetar:
Alfredo Cortina es un misterio. Como fotógrafo es el gran descubrimiento de la fotografía latinoamericana. En el ámbito más íntimo, a la sombra de su trayectoria como pionero de la radio y la telenovela venezolana, construyó un archivo único de paisajes donde su mujer, la poetisa y autora de teatro Elizabeth Schön, tiene un lugar destacado. Nunca se consideró artista, ni nadie lo calificó como tal en vida. Sin embargo, años después de su muerte su obra se revela como la de aquel que, adelantado a su tiempo, de forma natural y sin pretenderlo, nos deja un importante legado artístico.”
Continúa Vasco:
“Es un fotógrafo único, porque trabaja a contracorriente del discurso fotográfico de la época. En un momento en el que la fotografía estaba soportada sobre la idea de construir una imagen única, como lo hacían sus coetáneos Alfredo Boultón o Manuel Álvarez Bravo, Cortina se aparta y hace otra obra; se inventa una obra construida a partir de series. Es un adelantado del arte conceptual latinoamericano. Lo extraordinario es que construye la imagen desde una perspectiva totalmente desdramatizada, muy ambigua y perturbadora. Su obra no podría calificarse ni de paisaje ni de retrato, la ambigüedad es su sello.”
Esta exposición -“Un Atlas para Elizabeth”, de Alfredo Cortina”- está en La Fábrica, Madrid.
Vaya esto como un modesto tributo a esos enloquecidos creadores de la medianía del siglo pasado en Venezuela, Alfredo Cortina, Edgar J. Anzola, y también, por supuesto, mi recordado profesor Castillo Arráez, el Inspector Nick.