Tricolor de corazones rotos – Luisa Kislinger

Por: Luisa Kislinger

Empezó el año escolar con la efusividad que caracteriza el primer día. Mi hijo de 9 años se levanta a las 5 a.m. porque la emoción de lo nuevo no lo deja dormir. Lo despacho feliz, listo para sus nuevas vivencias. Pero la hora de salida me devuelve a un niño serio, cabizbajo y callado que nada tiene que ver ni con el que se fue en la mañana, ni mucho menos con el hablachento que es desde que empezó a balbucear a los 6 meses. Al momento de dormir ya no pudo contenerse más y rompió en llanto: su mejor amigo, tan buenos y entrañables como son a esa edad, no está, se ha ido. Se fue del país en las vacaciones pero no habíamos vivido el duelo. La fiesta del primer día quedó apagada por su amarga ausencia.

El otro no entendía. Pero no sabía que pronto, muy pronto, le tocaría a él. Inocente y transparente como quizás sólo se es en la infancia, discutía en la mesa el no querer emigrar. Si, la hora de la comida, las reuniones familiares, las visitas entre amistades, se han vuelto ineludiblemente en encuentros para deshojar la margarita del me quedo-me voy.

“Este es mi país y no me voy” le decía a su hermano más grande cuya reacción ante la ausencia de este, su tercer mejor amigo que se le marcha, fue “me quiero ir del país.” A sus 7 años ya había despedido a varios amiguitos de su colegio, sin contar un primo y una prima. Pero sostenía con vehemencia que eso no importaba y que igual él se quedaba. Hasta que pasó lo inevitable. D, su super-mejor amigo, se fue. Y eso cambió todo. En medio de muchas lágrimas la reacción también fue “me quiero ir del país.”

Días más tarde, parados en un semáforo, me dijo “¿sabes qué mami? Aunque me vaya del país, no voy a dejar de sentirme triste porque donde me vaya no estarán mis amigos.”

Tanta profundidad en esta breve personita me sorprendió. Conmovida, me obligó a pensar en cuántas personas se van y probablemente no vuelva a ver jamás, y en cómo serán las relaciones que desarrollaremos a futuro, conectados sólo por la tecnología, pero sin vivencias reales, sin momentos fundamentales compartidos, sin verdaderamente conocernos. Entiendo que la migración es un proceso humano, presente a lo largo de nuestra existencia como raza. Entiendo también que otras naciones han pasado por procesos similares. Pero un éxodo como el que vivimos, inédito para las y los venezolanos ¿qué tipo de personas nos hará? Me preguntaba sí alguna vez volveré a ver a mi sobrino en Japón o a mi sobrina en Perú. ¿Volveré a compartir con mis 4 sobrino-nietos en Los Ángeles o con mi nuevo sobrino-nieto en Tenerife? ¿Entenderán estos chiquitos algo de lo que es – o fue – el país de sus padres? ¿Cómo se pueden sostener vínculos cercanos cuando tu familia está desperdigada en 4 continentes? Difícil ignorar la tristeza que me producen estos pensamientos.

Cada lágrima de mis hijos por amigos o familiares que se van es un pedazo de mi misma que se rompe, es un recordatorio de cuán hondo es el daño que nos han hecho. La huella de esas  pérdidas probablemente será indeleble en sus recuerdos. La memoria de toda esta pesadilla que les ha tocado vivir aunque tratemos de crear un mundo de fantasía a su alrededor, también. ¿Cómo calmar su llanto cuando yo también lloro con ellos y por ellos? Cuando no tengo las respuestas a tantos dilemas que el país nos lanza como árboles en un camino ya lleno de obstáculos. Porque nos quedamos sin país y aun viviendo en él es difícil dejar de sentir que quizás ya aquí no pertenecemos.

Con mis hijos vi recientemente la película “Thor, Ragnarok” (batalla del fin del mundo), la cual me dejó pensando en Venezuela. Para evitar la destrucción de su reino Asgard a causa del Ragnarok, inevitable según la profecía, el difunto padre de Thor, Odín, le habla en sueños para decirle que Asgard no es un lugar, es un pueblo. Y así, Thor sacó a los habitantes de Asgard para salvarlos del Ragnarok con la idea de una reconstrucción posterior del reino.

Quizás hoy Venezuela es un pueblo que está salvándose, disperso por el mundo aprendiendo y desarrollándose para luego reconstruir. La mayoría no lo veremos, pero quiero pensar que mis hijos y muchos otros niños y niñas sí.

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