Cada vez más difícil escribir. Las palabras no fluyen. Están atascadas en esta sensación de país que cae por un precipicio, de familias divididas y esparcidas por el mundo, de ventanas cerradas a la sensatez. Me he pasado la vida leyendo encuestas, analizando circunstancias, mirando de cerca las realidades. Sí, en plural. Porque mi realidad y la de millones dista mucho de parecerse a la de los poderosos delincuentes sentados en poltronas tapizadas de dinero estafado. De siempre, en Venezuela ha habido sinvergüenzas. Si uno tenía suerte y si tenía los sentidos en alerta, los detectaba. Y huía de ellos. Pero ahora no hay cómo evitarlos, no hay modo de salvarse de ellos. Porque ahora son el poder político, económico, judicial. Mandan en todo. NO nos engañemos. Esto no es un mal gobierno; no es uno más de tantos regímenes autoritarios que abunda en la historia universal. Esto no es un transitorio pase de facturas o un «quítate tú pa’ ponerme yo». Esto no es una dictadura. Es la tiranía de unos malandros.
A quienes comparan esto con Cuba les advierto que yerran. Fidel Castro impuso un estado que permeó toda la infraestructura, estructura superestructura y controla toda la sociedad a la cual convirtió en siervos de la gleba domeñados por el súper estado. En Cuba hay poderosos pero no hay caciques. Y cuando aparecen, el mismo sistema los decapita sin miramientos. Aquí no hay estado. La Venezuela de hoy no es un país, ni una nación y mucho menos una república. No es ya ni tan siquiera la coincidencia geográfica de un gentío. Padecemos algo gravísimo: esto es una ocupación salvaje de tribus que se reparten el poder y que se enfrentan por él. Aquí no hay estado de derecho, aquí no impera la ley. Venezuela no tiene gobierno, ni orden, ni instituciones. Aquí no hay un sistema. Por eso el caos impera.
Cada día perdemos algo. Todo se deteriora. Todo se destruye. Desde lo grande y evidente hasta lo que luce insignificante y pasa desapercibido a ojos incautos. Es «normal» los cortes de electricidad y telefonía, o que no haya gas, o que falle la distribución de gasolina o que los cajeros automáticos no dispensen efectivo. Es «normal» que cualquier conversación comience por una narrativa del último delito del que uno fue víctima. Es «normal» que las farmacias carezcan de los medicamentos, que los mercados estén carentes de los más elementales productos, que las calles y carreteras parezcan visiones lunares, que la policía disponga de alcabalas móviles no para «proteger y servir» a los ciudadanos sino para matraquearlos. Es «normal» que los noticieros estén sembrados de novedades intrascendentes y que de los temas fundamentales ni se hable. Es «normal» que un periodista exprese su opinión y ello le cueste el puesto. Es «normal» que los cuerpos de seguridad acribillen a los ciudadanos convirtiéndose en cazadores, jueces y verdugos que ejecutan sentencias de muerte. Es «normal» que cuando se les antoje se nos imponga una cadena mediática para rociarnos de mentiras con sello gubernamental. Es «normal» que tengamos que ver cómo se ejecutan leyes y decisiones producidas por ese esperpento inconstitucional que es la Asamblea Nacional Constituyente y que no han hecho sino perjudicarnos y proteger a los salvajes que nos han ocupado. Es «normal» que hayan hecho puré el parque industrial y el comercio y con ello el empleo. Es «normal» que la gente tenga que aceptar la domesticación a cambio de una escuálida caja mensual de productos que no alcanza ni para tres días.
No, amigos. Esto no es una dictadura. Esto es una ocupación de una banda de salvajes. Salvajes, sea de franelas rojas o de costosos trajes de firma que no logran maquillarlos de decencia. Cuando dicen que todo está «excesivamente normal», tienen razón. En la lógica barbárica el horror es lo normal.
¿Puede ponerse peor? Sí. ¿Cómo? Desnudaré mis temores y terrores en mi próximo artículo.
@solmorillob