Si hay algo que caracteriza ahora la vida en Venezuela es el tedio. Cada día es más aburrido que el anterior. Los textos que leemos, las declaraciones que escuchamos, las noticias que vemos nos hastían a morir. El país entero se nos ha convertido en una novela barata y trillada. Es tal el hartazgo de los pobladores de esta tierra caída en desgracia que nos vemos unos a otros tratando de encontrar algo, por pequeño que sea, que nos entusiasme. Supongo que esa es una de las causas del colosal aumento en el consumo de bebidas alcohólicas, el incremento en el volumen de los sonidos en las ciudades y pueblos, la hostilidad que se respira en cada calle y esquina. El país se nos ha tornado en un «invernadero de jarteras», frase que le escuché a un famoso cantante colombiano de vallenatos.
En este charco de aburrimientos patinamos. Los índices de sintonía de los canales, ya muy bajos, se precipitan todavía más cuando en cadena o no se dirigen a la Nación (¿cuál Nación?) y nos obsequian una retahíla de frases hechas y gritos destemplados repletos de humo. Los epítetos repetidos mil veces ya no despiertan el más mínimo asombro, no sorprenden a nadie.
Escuché con atención la alocución de Nicolás Maduro en el CNE. Ni una palabra de la que tomar nota. Nada nuevo bajo el intenso sol. Siete mil yoísmos. Dos mil malos chistes. Mis dedos se quedan sin tener qué apuntar. Los presentes en el acto aplauden como autómatas un discurso innecesariamente largo y pletórico de vaciedades. Comprensible que diga mucho y no diga nada. Nada tiene en fin para explicar, nada para informar. Todo invita a la somnolencia. Lo oigo, por obligación profesional. Tomo un café para espantar el sueño. Y agua para que el cuerpo y el cerebro no se me sequen en tanto el ejercicio periodístico de hacer la crónica de esta alocución resulta imposible.
No hay sorpresa en los minutos de torpeza política. Es el discurso de la insensibilidad. Entre tantas banalidades no hay angustia por los muchísimos dolores que sufre la población. Es obvio que no le importa. En primera fila, la esposa, estrenando nuevo color de tinte de pelo y exhibiendo una figura insultantemente robusta para estos tiempos de hambre.
Ya casi al final de la sesión, informa que ha dado órdenes para la expulsión de dos altos funcionarios de la Embajada de Washington en Caracas. Cuarenta y ocho horas, ni un minuto más. Por cierto, un afroamericano y un hispano. Le faltó sonar un pito y gritar ¡Llanqui gou joum! La cámara hace un paneo hasta el Canciller, quien asiente y muestra una sonrisa de triunfo y placer.
No es poco ni leve lo que nos espera. El país está económicamente en ruinas y las críticas de unos cincuenta países parecen tomar el camino de sanciones más fuertes y hoscas. En la soledad, el gobierno nos lanzará a los brazos de los pocos países amigos que le van quedando a Maduro. Nos socorrerán, sí, a cambio de costosas contraprestaciones. China, la Federación Rusa, India, Turquía, Irán. Y participarán en el reparto con una muy costosa intermediación Cuba (siempre Cuba), Nicaragua, Bolivia, algunas islas caribeñas y otros países cazadores que por esta vía verán convenientemente exoneradas sus deudas contraídas con Venezuela. Para esos países, la crisis venezolana y el sufrimiento de sus ciudadanos son un negocio redondo. Pero como en todos los negocios de ocasión, los oportunistas sabrán ausentarse cuando ya no haya qué exprimir.
Es entonces tiempo para la racionalidad y la preparación. No de la improvisación y la guerra de taquitos. Está claro que hay una ciudadanía huérfana que anda buscando que se la entienda. Y es obvio que cualquiera que quiera dirigir, cualquiera que quiera conducir, cualquiera que quiera liderar debe pararse frente al espejo y antes de sentirse héroe debe aceptar que solo no puede.
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