Confieso sin rubor que la juramentación de Juan Guaido me obligó a sofocar con dificultad un sollozo. Lloré, se me hace preciso decirlo, como ningún otro acontecimiento político lo ha suscitado en mí. En la imagen de ese «muchacho» -a la altura de mis casi setenta años creo que puedo permitirme llamarlo así-prestando juramento, ante Dios y la inmensa muchedumbre congregada frente a él, como presidente encargado de la República, se encarnaron para mí veinte años de resistencia moral ante el horror; todos nuestros muertos, nuestros exiliados, nuestros presos, las víctimas del hambre, de la ausencia masiva de medicamentos e insumos clínicos, de la inseguridad personal, el sufrimiento de las familias desgarradas, la depresión y la incertidumbre colectivas ante los sucesivos fracasos de la alternativa democrática, tanta sangre física y psíquica derramada: todo eso se me plasmó de manera visible y concreta en la imagen de un joven dirigente político casándose con la historia dentro de un instante estelar de su vida, y también de la nuestra. Y le pedí a Dios por él, para que estuviera a la altura de ese instante, sin voluntad titánica ni mesiánica, por nuestro pueblo oprimido y cotidianamente maltratado, y también por mí, espectador de un momento dramático, e igualmente glorioso, del devenir venezolano.
La historia, a veces sin previo aviso, crea liderazgos adecuados para determinadas coyunturas: ¿quién nos iba a decir hace unos meses que a la vuelta de la esquina nos aguardaba la aparición entre nosotros de un hombre que ha asumido con denuedo y valentía la tarea de representarnos e incluso conducirnos? También nosotros debemos estar a la altura de la hora. También nosotros debemos casarnos con nuestro destino. Una lectura estudiosa y atenta de los antiguos dramaturgos griegos hace más que demostrar, es decir, muestra cómo se interpenetran, fecundándose recíprocamente, la libertad y el destino.