Publicado en: El Universal
«Calma, paciencia… confianza”. En consonancia con la socorrida línea discursiva de otros voceros del gobierno de Nicolás Maduro, eso pedía la Alcaldesa Erika Farías a un país víctima de los rigores de la larga interrupción del servicio de energía eléctrica. País sin luz, sin agua, sin comida; una distopía anunciada que no podía tener peor rostro. Ningún funcionario acreditado apareció en los momentos más críticos del apagón para ofrecer detalles técnicos y orientar a una población crispada por la incertidumbre, por el blackout informativo, por la sensación de orfandad más espesa. Por la sentencia de muerte en hospitales desmantelados. “Esta es la tragedia civil más importante que ha tenido Venezuela”, precisaba el ingeniero José María De Viana. Y todo parece darle la razón.
Pero la “lucha ideológica” (siguiendo a Wilhelm Reich, ¿se puede llamar ideología a lo que más bien atiende a una perversa estructura del carácter?) no dispensa treguas, ni siquiera en medio del avance tecnológico, político y cultural que supone vivir en pleno siglo XXI. Lejos de asumir el control y la responsabilidad que le corresponden en este trance, el régimen no ha perdido chance de medrar en el naufragio, y emplear todos los medios de comunicación a su alcance para amplificar diagnósticos sobre “sabotajes” y “ataques del imperio” hechos en tiempo récord; ataques de los que, según aseguraba el ministro de Defensa en patriótico rapto, “saldremos airosos y vencedores”.
Aún desgarrados por la mezquindad de ese cálculo, el manoseo del drama colectivo no es algo que nos debería tomar por sorpresa, claro está. La maña para exacerbar las divisiones y el conflicto maniqueo del cual depende el populismo, apela de nuevo al fantasma del enemigo externo e interno, a la temeraria táctica de jugar con fuego y desplazar la culpa hacia un demonizado “otro”, el “enemigo del pueblo”; el distinto-a-mí, sometido por esa tortura de la uniformidad que confina al lecho de Procusto. Ocioso jadeo para un modelo que ya demostró su total incompetencia, es cierto, pero cuyos representantes no dejan de aferrarse con uñas y dientes al poder que no merecen y que aún, injustamente, detentan y exprimen. En su infinita cerrazón hoy les da por invocar una confianza prácticamente inexistente, por victimizarse tras habernos advertido días antes que “apenas habíamos visto un pedacito de lo que son capaces de hacer”. He allí el penoso reflejo de un autoritarismo despojado de auctoritas.
A merced de esa hýbris desatada estamos los venezolanos, forzados a contemplar el potencial de este infierno para inaugurar nuevos sótanos. Prácticamente ardidos por la petición de “máxima espiritualidad” que lanza el régimen, no abundan entre nosotros los motivos para el aguante. Tras dos décadas de errores la revolución revela su absoluta impericia para gobernar un país, su apuesta radical contra el progreso: y el apagón nacional es apenas guinda sobre la pila de escombros que, sabemos, está dejando como legado el socialismo del siglo XXI. Si alguna certeza nos junta tras este pavoroso preview del colapso sistémico, es el apremio por cambiar esta realidad que hoy tenemos. La desesperación manda, nos hinca su obstinada pica en las vísceras. Lamentablemente, nos vuelve también blanco de otros extremismos.
En efecto, no angustia menos saber que la ansiedad, la autoestima magullada, el miedo y la inseguridad constante, el odio o el hartazgo alimentan un río revuelto al que acuden a abrevar los oportunistas que aguaitan en la otra orilla. Allí están, atentos a cualquier mínima señal de quiebre en la vacilante convicción, prestos a cazar “true believers”, calificados y “verdaderos creyentes”, como los llama Eric Hoffer, que empujen a trocar la desinformación en “argumento” para otro tipo de acciones. Aprovechando los huecos que a veces deja la ambigua retórica de una dirigencia que sí está bregando por gestionar apoyos reales, se habla incluso de “invasiones piadosas”, se reinterpretan ladinamente artículos de la Constitución para exigir al Parlamento lo que no está a su alcance, la autorización del uso de la fuerza; “soluciones morales” que hasta la propia comunidad internacional, muy al corriente de sus altísimos riesgos, ha descartado reiteradamente.
La temeridad no es virtù, enseña Maquiavelo, aún cuando la circunstancia a menudo lleve a confundirla con arrojo, con suficiencia. No abogamos por blanduras respecto a un régimen que no las merece, tampoco por la decisión que anuncia un parto maltrecho y con fórceps, uno que ocurre a expensas del crónico abatimiento y la confusión, del familiar manoseo del drama colectivo. Respecto a la vía pacífica-democrática-constitucional-electoral y las opciones de las que hoy disponemos es hora de hablar con verdad, de conjurar cierta mendaz oscurana estrujada por los extremos. Esto hay que tenerlo muy en cuenta, conscientes de que los días por venir podrían llevar el apretujamiento de estómagos y voluntades a límites insospechados.
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