Publicado en: El Universal
“Nadie”. “Todos”. “Ningún venezolano admite”, “La gente lo que quiere es…” “El pueblo entero pide…” La taxonomía reduccionista, simplificadora, abunda en los pequeños-grandes debates donde hierve la política venezolana. De allí las expresiones que parecen orientadas a validar la percepción de sus voceros, no importa la solidez del dato empírico en contra: “no creo en encuestas que me digan lo que no quiero creer”, casi nos espetan. La verdad factual tiende a sucumbir en el piélago del deseo y la ilusión de esa esperanza que no se basa en la responsabilidad, como dice Solzhenitsyn. Y con ella, sucumbe la posibilidad de acceder a un conocimiento más o menos preciso de esa realidad que limita y ajusta nuestra condición de seres deseantes.
A merced de una visión dualista que impele a militar en el blanquinegrismo, no es raro toparse con tales paisajes. La invocación a la democracia se vuelve entonces cada vez más abstracta; allí va, acometiendo como puede su caminata de funambulista en la retórica, mientras en la áspera cotidianidad del foro gana terreno una praxis de hegemonización de la opinión que elude toda noción de pluralidad. ¿Y de qué vale hablar de democracia sin pluralismo?, nos preguntamos con genuina desazón. Poco, casi nada.
Eso lo sabe bien el populista, por cierto, para quien el reconocimiento de grupos heterogéneos, ideológica y socialmente independientes, es premisa negada; la pluralidad desmantelaría ese mondo antagonismo entre “pueblo virtuoso” y “élite corrupta”. Pero también lo resiente el elitismo, llevado por la convicción de que recae en un puñado de elegidos moral, cultural e intelectualmente superiores a la masa, la tarea de decidir sobre el destino colectivo. En medio de eso, los matices ven aplastado no sólo su derecho a existir, sino a aportar aliño sustancial para que la calidad de un debate que debería ser amplio, se nutra y prospere.
Entendemos, claro, que el contexto en el que acá nos movemos es todo menos democrático. De allí la emergencia, porque el pantano despótico alimentado por los extremos salpica y nos traga. Así que se trata de apelar a la supervivencia de ese ethos compartido, de esa “segunda naturaleza” del hombre, refugio donde encuentra su propia fuerza, tal como preconizaban bellamente los griegos; hablamos de ese carácter, ese reducto de valores, ese temperamento, ese modo de ser y hacer que permite intercambiar puntos de vista sin que ello nos lleve a cortar cabezas. He allí la esencia de la política, sin duda.
Precisamente: es la política -banalizada, desfigurada por los dueños de la verdad- la que más ha perdido lumbre en este tránsito. La política, que es lo opuesto a la aniquilación simbólica o real del contrario y por ello, antítesis de la barbarie y de la guerra, lejos de verse como un elevado medio acaba percibida como una rémora, una manía de nostálgicos e ingenuos. Algo especialmente preocupante en medio de la emergencia social que avanza con botas de siete leguas, de los compromisos que dimanan del vidrioso malabarismo entre tiempo, recursos y expectativas; de la debacle que nos apunta con dedo esquelético. Porque es eso, y el ineludible conflicto. Al margen incluso de la estimulante cohesión que hoy experimenta una oposición picada por el ímpetu de la dirigencia emergente, por ejemplo, las diferencias sobre forma, contenido y secuencia de la ruta propuesta no dejan de asomarse; esto, que debería verse como una oportunidad de mejora, cuando salta al debate abierto no deja de revolcarse entre recelos e implacables nones. Así, la duda sana y razonable que aporta el contraste, corre el riesgo de sofocarse dentro de camisas de fuerza auto-impuestas.
Sin la flexible incorporación de matices, de esa pluralidad atada a la unicidad –y vista no sólo como fenómeno empíricamente comprobable, según apunta Arendt, sino como disposición ontológica y moral que posibilita el encuentro entre los hombres– será complicado afinar movidas que eviten incurrir en nuevos-viejos errores. Ah, pero dado el colosal costo que eso supone, hay que esforzarse. Lo ha entendido así la comunidad internacional que presiona por la salida negociada y pacífica, por la celebración de elecciones libres; un afán particularmente exhibido por la UE y su Grupo de Contacto, que hoy sondea visiones de diversos grupos de interés y actores políticos locales.
¿Qué derroteros anuncia el brete venezolano? Justo ahora cuesta saberlo. La angustia se divide en partes iguales entre una guerra que nos relegue a los sótanos sirios, un colapso que sólo promete exterminar a más venezolanos o una inercia producto del apego por el choque, la autofagia de los uróboros, la determinación a no ceder ni un milímetro. En otro plano, el de la razón y no la ira, sobrevive la confianza de que otras voces sean escuchadas. Voces que últimamente parecen clamores, invitando a salir del juego suma-cero para construir esa “diversidad provisionalmente unificada” de la que sabiamente nos hablaba Salvador Pániker.
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