Domingo pasado en la noche. Isla de Margarita. Noreste. El día había transcurrido desde temprano en el sufrir del apagón, el cuarto en el mes, si no me equivoco (difícil llevar la cuenta). Por obra y gracia del Espíritu Santo, no habíamos perdido conexión de internet. Podíamos entonces intentar saber qué diantres estaba pasando. Enterarse que un apagón afecta a unos 20 estados y el Distrito Capital (y la Colonia Tovar), lejos de dar cierta tranquilidad hace que quienes vivimos en este país nos angustiemos aún más. Entre lo que leía en Twitter y los chorrocientos whatsapp que llegaban, el nivel de ansiedad aumentaba. Más o menos cerca del mediodía nos enteramos que el silencio informativo en la radio -único medio de información disponible- se debía a que una orden necia había impedido la realización de los operativos. Siempre una estupidez puede ser superada por otra todavía mayor.
Antes de que cayera la noche, mi marido y yo decidimos salir al centro de Porlamar. El caos era general. Ningún comercio podía operar, ni tan siquiera aquellos que con un esfuerzo económico enorme se han hecho de una planta eléctrica. Todas las comunicaciones con los bancos estaban caídas y los puntos de venta no funcionaban. Y en la isla disponer de efectivo es misión imposible. Parece que hay que traer los billetes en una canoa. Por supuesto, ni una sola estación de gasolina abierta.
Claro está, ya el psiquiatra nos había obsequiado una de esas monsergas a las que nos tiene acostumbrados. La verdad es que ese señor es un atentado a todo lo que la civilización significa. Entonces, por salud mental hay que ignorarlo. Total, nunca dice algo medianamente útil.
Para nuestra enorme sorpresa, al noreste de la isla le reconectaron la electricidad como a las once de la noche, justo antes que acabara de consumirse la última vela que nos quedaba de las doce que consumimos en los últimos tres apagones. A esa hora, y temiendo un nuevo corte en cualquier momento, procedimos a lavar platos y quitarnos la incómoda sensación de horas sin darnos un baño corto, pero baño al fin.
Uno se pregunta cuál es el efecto no suficientemente documentado de esta situación venezolana en la mente de sus habitantes. Idiotas ha habido de siempre, pero al parecer a algunos la sesera se les perforó o ya no les quedan sino tres cotufas y dos no les han explotado.
Mi marido y yo vivimos en una casita frente al mar. Sí, una vista que es oro en polvo y que en medio de tantas tribulaciones es mucho más efectiva que cualquier ansiolítico. Es una zona en un pueblo de pescadores, El Cardón, en el noreste rural, lejos del mundanal ruido y de esa zona urbana de tiendas, comercios, restaurantes, hoteles.
Cerca de la medianoche, agotados de un día particularmente complicado y luego de comer algo sencillo, nos fuimos a dormir. Oh sorpresa cuando comenzamos a escuchar pin, pan, pun… Y el cielo comienza a iluminarse. Nos asomamos y vemos fuegos artificiales. Sí, de todo tipo y de mil colores. Mi marido pensó lo que habrían pensado muchos: el tipo se fue, cesó la usurpación y con el apagón no nos enteramos. Yo, mucho más realista, pensé en lo que efectivamente ocurría: algún imbécil en medio de esta tragedia de día había decidido montar una mega rumba que incluía un festival de fuegos de artificio. Hay que tener el cerebro muy dañado, hay que ser extremadamente incapaz de la más elemental empatía, como para hacer semejante despliegue de vulgaridad y ostentación como cierre de un día en el que todos los habitantes de la zona habíamos sudado tinta china.
Esa es la mentalidad «del enchufado», peste que le ha caído encima a este país. Mi abuelo decía «no todos somos iguales ni aun después de muertos». Razón le abundaba. Entre el enchufado y la gente decente de este país hay distancias siderales.
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