Publicado en: El Espectador
Por: Andrés Hoyos
En Colombia, el país con mayor cantidad de correctores de pruebas por metro cuadrado de cuantos hablan español —yo mismo he cometido ese pecado—, hacer un elogio de los errores gramaticales implica ponerse a tiro de las plumas indignadas, pero ni modos.
“Ojalá que te vaya bonito… que conozcas personas más buenas”, cantaba José Alfredo Jiménez, tremendo poeta del idioma sencillo, además de bebedor suicida y machista de los de antes. Ya veo al profesor atildado levantando la mano: “No, señor Jiménez, es ‘ojalá que te vaya bien’ y ‘que conozcas personas mejores’”, versos ambos más correctos, aunque muy inferiores a los originales.
Siguiendo con el cancionero, Cuco Sánchez escribió “Anillo de compromiso” partiendo de un maravilloso pleonasmo, que irrita a los cazadores de moscas. Dice la letra: “Que unió para siempre / y por toda la vida / a nuestras dos almas / delante de Dios”. En efecto, la imagen se enriquece a través de la redundancia, porque es sumamente poderoso unir “por toda la vida” con “para siempre”.
Y nadie menos que Shakespeare incurre en el mismo “error” cuando pone a Marco Antonio a quejarse de la puñalada de Bruto a Julio César, así: This was the most unkindest cut of all. Doble superlativo si los hay.
Como oigo con frecuencia canciones en inglés, reparé en este verso de Cole Porter: Deep in the heart of me. El posesivo correcto en inglés sería deep in my heart, un verso pedestre. En fin, Bob Dylan se pasa por la galleta casi todas las nociones de economía expresiva que yo recomiendo en mi Manual de escritura. ¿Algún problema? Sí y no: a Dylan le funcionan la retórica y los clichés dosificados. A usted no se los recomiendo, querido lector.
Para los poetas las reglas valen cáscara. León de Greiff, nuestro pirotécnico y pirómano artífice del idioma, desliza por ahí un verso memorable: “Los brazos rompidos de pugnar con el viento”. Romper es un verbo irregular, poeta, ¿por qué no escribió “rotos”? Porque suena más peor, señor.
Por su parte, Julio Ramón Ribeyro, quien vivió la mayor parte de su vida adulta en Francia, incurre en constantes galicismos, de esos que todavía les ponen los pelos de punta a algunos académicos. ¿Algún problema? No para mí.
Bueno, sé que me quedo corto, muy corto. ¿Qué demonios es la corrección gramatical? Una convención, sin duda necesaria para los inexpertos, no una camisa de fuerza. Siguiendo con mi tema, se me ocurre recordar al filólogo murciano Diego Clemencín (1765-1834), miembro olvidado de las academias españolas de Historia y de la Lengua. Don Diego pasó buena parte de su vida adulta escribiendo 5.554 notas relativas al Quijote —murió sin terminarlas—. Muchísimas de ellas implican regaños y correcciones narrativas. En total son más largas las anotaciones de Clemencín que el libro de Cervantes. En pleno franquismo (1947), Aguilar republicó el gran tocho del Quijote “corregido”. Quien hoy tenga esta edición – por ejemplo, yo – bien puede divertirse con las patochadas de don Diego.
¿Que el Quijote es un libro imperfecto según los criterios modernos? Sí, pero eso carece de importancia. Ya el propio Sancho Panza se lo aclaraba a Sansón Carrasco al referirse a los errores de la primera parte: “¿Otro reprochador de voquibles tenemos? Pues ándese a eso, y no acabaremos en toda la vida”. La moraleja de Clemencín, extrapolable a tantos más, es ineludible: lea, entienda, pero no joda tanto.
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