Publicado en: El Universal
Se habla mucho de estrategia, término de uso habitual en el lenguaje político, y como ocurre con vocablos muy meneados, toma variadas significaciones con diferentes validez y utilidad de acuerdo con las bocas. Con frecuencia se confunden objetivos o meros deseos que uno acaricia, con estrategia, es decir, el procedimiento para conseguirlos eficientemente. Oí una activista decir en 2017 que “la estrategia no era ir a la elección de gobernadores sino tomar el gobierno”, una vaciedad error génica, como se vio.
Ganar sólidamente gobernaciones, alcaldías, legislaturas, A.N y concejos municipales, ponían en jaque mate al gobierno en las presidenciales. Eso era una estrategia. En 2005 el quijotismo iluso creía que su objetivo táctico de llamar a la abstención, materializaría la estrategia de licuar las bases del sistema que se vendría abajo. Antes había sido la movilización masiva de calle durante el paro petrolero lo que produciría la implosión, sin que uno entendiera cómo se produciría el prodigio y por qué.
Von Clausewitz sistematiza académicamente este lenguaje en el campo militar, y en la política lo hacen los marxistas por una razón evidente: estaban fuera de las instituciones y querían derrocarlas. En el siglo XIX los socialistas, comunistas y anarquistas confundidos juegan “en todos los tableros”, elecciones, insurrecciones caóticas, sangrientas y aplastadas, hasta la horrorosa Comuna de París en 1871, tan criminal y delirante que en Montmartre se edificó la Basílica de Sacre Coeur para pedir perdón por los desmanes.
Lenin define en las Tesis de abril de 1917 la estrategia insurreccional, porque la Guerra Mundial había dejado deshecho al ejército, casi único sustento de poder y participaría a favor del derrocamiento, o se inhibiría. Desde allí esa fue por mucho tiempo la línea revolucionaria en todo el mundo: insurrección urbana o rural. Pero desde la socialdemocracia alemana, Eduard Berstein propone la incorporación a las instituciones del Estado para mejorarlas, no para destruirlas.
Gradualismo vs. revolución
En Italia, Antonio Gramsci, el más importante de los pensadores políticos marxistas del siglo XX desarrolla su teoría coincidente con Berstein, con gran profundidad y extensión filosófica. El orden social se basaba en la hegemonía que ejercían las instituciones políticas, culturales, económicas en conjunto, el consenso a su alrededor, y la estrategia revolucionaria consistía en penetrarlas progresivamente, a las que llama “casamatas ideológicas”, para desplazar el consenso hacia nuevas fuerzas.
Al final de su obra, Gramsci había dejado de ser comunista para tornarse artífice de la conversión de la izquierda en gradualista y no revolucionaria. En Venezuela se tuvo una estrategia bersteniana o gramsciana entre 2006 y 2015 que llevó a la oposición a la antesala del poder. A partir de ahí renació una mezcla de leninismo espontáneo, golpismo e inocencia, que llevó a aplastantes derrotas hasta 2019, cuando aparece más claramente expresado, en su dolorosa candidez.
La estrategia consiste en que mientras peor, más bajo y siniestro sea el nivel de vida, más gente coma de los basureros en la calle por efecto del socialismo y las sanciones, más cerca estaremos del cambio, particularmente de la “fractura militar” o, en última instancia, de una intervención extranjera. Es la cubanización como esperanza. Van al diálogo sin mucha convicción, entre otras cosas porque no deciden en él.
Confunden la estrategia con el mantra, tres pasos que según se piensa, garantizarían que el poder pase a un grupo predeterminado. Afirmar que no concurrirán a elecciones parlamentarias porque “estabilizan al gobierno” es expresarse en leninista, como Monsieur Jourdain que hablaba en prosa y no lo sabía. Otra parte de la oposición considera que hay que volver a la política electoral, a la organización de partidos, y tejer acuerdos de gobernabilidad con el chavismo para frenar graves riesgos de desintegración del país.
Gramsci y Berstein los iluminen
Según múltiples ejemplos históricos, aspiran una vía sin persecuciones, violencia y con garantía de concordia que permita gobernar y prevenga la inestabilidad. Esa sería la porción gramsciana o bersteniana. Frente a esa dualidad hay partidos y grupos que se mantienen expectantes y parecen esperar la evolución de los acontecimientos para tomar una decisión. En este cuadro habrá elecciones parlamentarias en 2020 y si el gobierno no mete el casco, se pueden favorecer evoluciones positivas para un cambio.
El gobierno no debería usar el ministerio de triquiñuelas llamado constituyente y sí apoyar la renovación del CNE, de la ley electoral y legalizar los partidos, lo que haría difícil llamar racionalmente a la abstención. El país está a la espera de acontecimientos trascendentes, como la eventual incorporación del PSUV a la AN, institución universalmente reconocida como legítima.
Esto desencadenaría desarrollos políticos complejos que requerirían mucha habilidad por parte de los opositores, pero que auspiciarían otros cambios con el apoyo de la UE y los encuentros de Oslo. Desgraciadamente el mantra tiene paralizada la construcción de salidas, al exigir sine qua non que se vaya Maduro previamente, aun cuando éste sería el candidato que más convendría para el triunfo electoral de la oposición. Ojalá Gramsci y Berstein los iluminen.
Lea también: «… una oportunidad, no una garantía«, de Carlos Raúl Hernández
t