Publicado en: Blog personal
Por: Ismael Pérez Vigil
Son innegables la insatisfacción de necesidades básicas y la pobreza. En Venezuela saltan a la vista y en los demás países de América Latina –que no tenemos a la vista–, suponemos que es igual; por lo menos así lo reportan los analistas, periodistas, intelectuales, políticos, etc.; pero no creo que eso sea lo que este en la base de los “estallidos” sociales que hemos visto en los últimos meses. Ciertamente, algunas manifestaciones y causas de los “estallidos” que hemos visto se parecen, pero en la raíz hay fenómenos diferentes. Quiero referirme a los más recientes y llamativos, los de Chile y Bolivia, y las lecciones que nos dejan.
La pobreza, la miseria, nunca y en ninguna parte ha sido la causa de las “revoluciones sociales”, si es que a alguien se le ocurre llamar así a lo que ha estado ocurriendo; si fuera así, en África, Medio Oriente, China, India y en la mayor parte del mundo, ni hablar de América Latina, estaríamos permanentemente o desde hace mucho tiempo con convulsiones sociales permanentes. La desigualdad y la inequidad, sí, esos dos fenómenos sí causan convulsiones sociales; y creo que eso sí es lo que está en la base de lo que ha ocurrido en algunas partes, al menos en Chile.
Según los analistas de ese país, quienes destruyeron el metro en Santiago y causaron los destrozos a la propiedad pública y privada en algunas ciudades de Chile, no fueron los “pobres”, los “menesterosos”, puesto que estos son los que más se perjudican con el destrozo de esos servicios y otros bienes; está más que demostrado que los causantes de la mayoría de los destrozos fueron sectores de clase media, incluidos jóvenes y estudiantes, obviamente insatisfechos y frustrados porque ciertos beneficios sociales no son suficientes y porque algunas medidas económicas ciertamente los afectan o porque los beneficios de las reformas no han sido lo suficientemente extendidos.
Los que inician los estallidos no son los “pobres”, sino los que han desmejorado su condición repentinamente, por algún tipo de política económica, o los “insatisfechos” porque no han alcanzado una situación social y económica a la cual –por las expectativas que se les han creado– creen tener derecho. Es casi un axioma de la psicología social o política que cuanto más alcanzable o merecido se considere un objetivo, un fin determinado, mayor es la frustración e insatisfacción por no alcanzarlo y puede degenerar en estallidos y violencia.
Casi todos los analistas en Chile, coinciden en señalar los siguientes fenómenos y problemas: el costo e ineficiencia de algunos servicios públicos, prestados en algunos casos por empresas privadas; las deficiencias en servicios de salud; el elevado precio de la educación y de muchos bienes y servicios, aun cuando en promedio y en términos generales la inflación es baja; el alto porcentaje de empleo informal, cuyos trabajadores no disfruta de seguridad y beneficios sociales; un sistema de pensiones, que aunque extendido y más eficiente que en otros países, es bajo; todos estos factores fueron creando un caldo de cultivo, que un incremento de tarifas de transporte del metro, más el efecto demostración de lo ocurrido en otros países y –por qué negarlo– la agitación de grupos de extrema izquierda y probablemente derecha, crearon las condiciones para los estallidos que hemos visto.
Pero lo que estamos viendo en Bolivia es un fenómeno; se parece más a lo que podríamos esperar en Venezuela, si aquí tuviéramos otras condiciones políticas y sobre todo militares; es decir, es obvio que, en Bolivia, Evo Morales no cuenta con el irrestricto respaldo de la fuerza armada, como si cuenta el régimen venezolano; además, el Estado allá es menos poderoso que aquí y el sector privado allá, es más poderoso que el nuestro, por lo que hay menor “control” social y político y al gobierno boliviano no se le hace tan fácil reprimir, como sin duda quisiera, las manifestaciones de descontento. Claramente en Bolivia es un fenómeno político de “hartazgo” con el régimen de Evo Morales y de rechazo al evidente fraude electoral que montaron para impedir una segunda vuelta en las elecciones; Evo Morales sabe que en una segunda vuelta lleva todas las de perder, por eso trata de impedirla a toda costa, pues no cuenta, como ya dije, con una fuerza armada incondicional que le garanticé su estadía en el poder, de manera indefinida y a cualquier costo.
El apoyo político a una causa determinada, con movilizaciones masivas de la calle, tiene mucha más significación política en Bolivia que en Venezuela; aquí impacta o cuenta muy poco para el régimen, pues tiene asegurado por la fuerza armada el ejercicio y la permanencia en el poder. Esto lo estamos viendo desde el año 2002 en Venezuela y se ha repetido en diferentes momentos de “auge” de movilizaciones opositoras masivas: 2007, 2014, 2017 y principios de 2019.
Estos dos casos, Chile y Bolivia, son dos ejemplos paradigmáticos de dos sistemas o regímenes políticos diferentes y hasta contradictorios; de ambos debemos y podemos aprender; de uno –Chile– para evitar llegado el caso, cometer los mismos errores por tomar solo en cuenta o enfatizar demasiado los aspectos económicos, descuidando los sociales y políticos. Del otro –Bolivia– para entender que la falta de unidad opositora conduce a derrotas electorales que se pueden evitar y que sí es posible alcanzar objetivos políticos con procesos electorales y movilizar a la población para defender resultados electorales, cuando son favorables a la oposición y negados por el régimen.
Falta por ver los resultados finales en cada uno de esos países y esperamos que sean favorables a la causa de la democracia; que Chile retorne el camino de la paz y prosperidad que traía, previa corrección de los errores cometidos; y que Bolivia logre ese camino –de la paz y la prosperidad–, tras acabar con el régimen populista y de oprobio al que hoy está sometido.
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