«La ciudad se ha retirado de sí misma, y la naturaleza ha regresado, o al menos ha intentado hacerlo»
Publicado en: The Objective
Por: Andrés Miguel Rondón
Hacía unas semanas, antes de que empezara todo esto, leía que en Japón los osos habían empezado a descender de las montañas. En el país más envejecido del mundo, la naturaleza retomaba lo que la civilización había dejado atrás. Regresaban con venganza, ya ajenos al vigor humano que otrora los recluiría en sus cumbres. Desde comienzos de siglo, los osos habrían matado a más de treinta personas. La mayoría ancianos, últimos centinelas de pueblos vacíos que recolectaban setas en las faldas de la sierra. En algunos condados deshabitados, de las viejas granjas florecían frutos silvestres que daban sustento a estos nuevos y curiosos vecinos.
Desde el balcón de mi cuarentena, un paseo de la Castellana sin peatones me hizo pensar en los vacíos del Japón. En vez de osos, silencio y cantos de pájaro. Autobuses desolados, una ciudad más bella y más absurda que antes. Algunas torres corporativas con sus luces aún encendidas, quizás para no confundir a los pocos vuelos solitarios que regresan a los madrileños al único sitio al que tienen derecho de encierro: su casa. La ciudad se ha retirado de sí misma, y la naturaleza ha regresado, o al menos ha intentado hacerlo.
En su día, las noticias de los osos me dieron ganas de viajar a las montañas y los pueblos reverdecidos de la prefectura de Nagano. Ahora que no puedo, me compensa la ventana. El espectáculo de la naturaleza que vuelve y se venga ahora lo tengo enfrente. Aún no lo comprendo del todo, pero hay en las calles vacías que me rodean un grado de realidad que antes carecían. Y en esta insensatez, cierta dosis de sanidad.
Se ha dicho ya con suficiente contundencia que la metrópolis es una ficción. Un desierto de espejos, como diría Gorostiza. Ahora que la ciudad se ha detenido, y posa con brutal elegancia ante el salón, podemos hacernos la pregunta: ¿dónde yace el artificio? ¿en dónde está la falsedad? La respuesta, tan sólida como los árboles que veo desde mi silla, es que está en nosotros.
Quizás por eso mi voyerismo de la calle desnuda es un ejercicio breve y solitario. Las pantallas, custodias de lo que queda de civilización, tienen más poder sobre nosotros. Aun teniendo tan cerca tanta naturaleza, prefiero seguir evadiéndola. Irme lejos a los confines de mis juegos de video y de mi enciclopedia por internet. En este sentido, la cuarentena empezó mucho antes del coronavirus el día que triunfaron los teléfonos.
Es cierto que estamos en una guerra sin enemigos. Pero los necesitamos. Lavarnos las manos no es dar batalla suficiente. En nuestra frustración, queremos que al volver algo cambie. Quizás nosotros – quizás la calle. Dependerá de cuán honestos seamos sobre qué, realmente, nos ha tenido recluidos.
En Japón, hace unos meses derogaron una ley centenaria que prohibía la caza de los osos. Así esperan retomar el terreno perdido. En Madrid, cuando vuelva la normalidad: ¿cómo será nuestra reconquista? ¿Pisotearemos fuertemente la acera? ¿Ahuyentaremos nuevamente a los pájaros? Claramente, cuando abran las puertas tendremos violentas, reprimidas ganas de salir. La pregunta es cómo será nuestra venganza.