«El agobio inicial dio lugar a un sentimiento más transparente: el de cuánta falta nos había hecho la calle»
Publicado en: The Objective
Por: Andrés Miguel Rondón
No sabíamos si era a las ocho o las nueve, si había, quizás, que ponerse mascarillas, o zapatillas de correr, o guantes; si había que caminar en fila o de lado, si el pretexto debía ser puntual o peregrino; si había que guardar silencio, bajar con miedo, con respeto o con felicidad. Pero pronto lo averiguamos. Sonaron las ocho. Y bajamos.
La calle se estaba llenando de gente. Gente que caminaba despacio, con la mascarilla bien sujeta, intentando ser lo más obediente posible. En la acera contraria, una pareja mayor paseaba, después de mucho tiempo, agarrada de la mano. Tímida, con un leve sentimiento de culpa, como quien no sabe si se ha leído bien las instrucciones.
Nosotros, que lo mismo hacíamos, al poco tiempo nos dimos cuenta de que la democracia del barrio volvía a dar signos de vida. Un clemente marujeo pululaba en el aire, soltando, entre los reojos de los andábamos por la acera, un primer decreto: se podía caminar verdaderamente acompañado. Es decir, de lado y de la mano. Guardando distancias, como quien no quiere la cosa, con esa discreta travesura tan típica de los madrileños, se podía –en fin, y a toda ley— pasear.
Llegamos a la plaza Olavide, aún más llena de gente. Gente corriendo por donde antes pasaron los carros. Gente hablando en prudentes triángulos. Gente haciendo incrédulas fotos con el móvil. Una señora mayor, con sus guantes bien apretados por viejas ligas de pelo, y la mascarilla más profesional de la verbena, paseaba un perro más alegre de lo habitual. Asustada, pero firme ante tal espectáculo de vida, dejó que las cosas fueran, y pasaran. Sería la muerte asunto de otro día.
Nos sentamos en un banco. Era una tarde perfecta. Al fondo, desde un balcón lejano retumbaba un reggaetón. El cielo estaba colmado de pájaros que, en su cursilería habitual, parecían contentos de vernos regresar. Así, el agobio inicial dio lugar a un sentimiento más transparente: el de cuánta falta nos había hecho la calle. No dábamos crédito: se nos había olvidado que era abril.
Algunas personas miraban con reproche la innegable jovialidad que transpiraba en la plaza y hacían fotos como queriendo señalar su crítica. Quizás no en las redes, pero aquí eran minoría. El consenso en el barrio era claro: se podía ser feliz.
Regresamos a casa por Cardenal Cisneros, Sagasta y Alonso Martínez. En cada esquina se repetía lo misma: ventanas con música, balcones con banderines, peatones que bailaban caminando con un pícaro que-dirán de insolencia y alegría. En menos de una hora, los ciudadanos habíamos reconquistado la calle. Y no había fuerza estatal que pudiera contener todo lo que llevábamos dentro tras casi siete semanas de cuarentena.
Llegando a casa nos pillaron las cacerolas. Eran las nueve y cada balcón afinaba su instrumento. Mis oídos venezolanos supieron distinguir las cucharas de palo, las paelleras, las ollas inmensas y barítonas. Le daban bien duro, llevadas por la emoción y por el conocimiento de tener, por primera vez en mucho tiempo, audiencia. Así, en la cacofonía de una tarde insólita, la democracia del barrio soltaba un último decreto: hasta aquí. Solo nos queda el cansancio y la venganza y la victoria.
Antes de subir, me fijé en una ilustre señora que aplaudía a los que caceloreaban desde el edificio del antiguo Café Santander. Mal vestida para la ocasión, pero airosa de todas formas, una madrileña tan altiva e imparable como cualquiera, les gritaba: “¡Que sí, hombre, que sí! ¡Que queremos tests! ¡Que queremos ser libres, cojones!”. Mostraba lágrimas de rabia y alegría.
La ciudad, entre los ecos de sus cacerolas, y los desmanes de sus peatones, terminaba ya de despojar los pocos retajos que quedaban de su encierro. Y yo, con una sonrisa inocultable, daba fin al paseo más glorioso de mi vida.
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