Publicado en: The Objective
Por: Andrés Miguel Rondón
No es mi intención aguarle la fiesta a nadie. Yo también tengo ganas de protestar y también quise otro gobierno. Pero confieso sufrir de una condición venezolana inexcusable: no me gustan las cacerolas. Me traen malos recuerdos.
Algunos dirán, con tibieza y razón, que el caso venezolano es único, complejo… en efecto, tan único y complejo, que mejor no traerlo a colación. Que lo que nos pasó a nosotros no fue culpa de las cacerolas (¡vaya tontería!), sino de dos bandos políticos que, en desdén de toda tradición democrática, se han pasado los últimos veinte años en la idiota aventura de aniquilarse. Está bien. Es cierto. Pero la realidad es que las cacerolas tampoco ayudaron.
Y eso que bien duro les dimos. Yo despedí mi niñez en lo que podríamos llamar la edad de oro de los cacerolazos: Caracas, entre en el año 2002 y el año 2007. No tengo duda que entonces ningún otro pueblo del mundo les daba con tanto vigor como nosotros. Asomado por la ventana, de chamo me fascinaba la idea de que las ollas de mi cocina algún día tumbarían al gobierno tras un golpe de especial gracia y estrategia. Nunca pasó.
Mi razonamiento no carecía, sin embargo, de lógica. Infantilmente, asociaba al silencio con el gobierno. Y era tal el ruido a mi alrededor, que en mi cabeza no cabía la idea de que hubiera alguien siquiera que pudiera respaldarlo. Fue ya muchos años después en el exilio, que me di cuenta de que Chávez nunca cayó porque siempre fueron más las cacerolas que no oí: aquellas que permanecieron dócilmente en su gaveta.
Ahí está el asunto. El problema de las cacerolas es que no nos dejan oír las cosas que no suenan. Contagiosas, imposibles de ignorar, capaces de articular todo reproche que contenga tres sílabas (“¡DI-MI-SIÓN!, ¡LI-BER-TAD¡, ¡VE-TE-YA!”), los cacerolazos son la célula irreductible de todo movimiento de protesta. Su extraordinaria capacidad de propagación depende de su singular combinación del estruendo y la vagancia. Un dúo del cual, sin embargo, origina también su veneno.
Por un lado, la inherente mudez de las cacerolas (el hecho obvio y constatable de que no saben usar la palabra) permite que todo vecino se les sume, pero también que todo charlatán se las apropie. En el plano analfabeta de las ollas, todo mal tiene su ruido, y todo político oye su nombre. Luego siempre es tarde para manifestar que eso, lo que termino pasando, no fue lo que quisiste decir cuando zurrabas al sartén.
Luego el ruido. Las cacerolas aturden, provocan frenesís, hacen que cien personas suenen a ejército. Entre los delirios más comunes, el confundir el condominio con la nación, y el olvidar que el cacerolazo es ante todo una actividad vecinal. Esta semana corriendo por Madrid, me he percatado de que en efecto hay barrios enteros que no suenan a las nueve de la noche. A pesar de ello, los del edificio frente a mi casa jurarían la vida a lo contrario.
Esto se debe a una particular sociología de las cacerolas. En los barrios que suenan, quedas mal si no te sumas al coro. En los que no, chillan los vecinos si sales a darles. Entre ambos casos, hay un punto crítico antes del cual y después depende la posibilidad final del cacerolazo. En definitiva, este es un fenómeno particularmente binario y, en consecuencia, embriagante.
Ayer noche pude constatarlo. En mi calle más arriba hay un balcón adornado de pancarta izquierdistas (“PP ASESINO”, “RECORTES A LA SANIDAD PÚBLICA”, “MÁS MADRID”), del cual sale un señor todas las tardes a abuchear a los de las cacerolas. El acto, por lo general, solía durar un minuto, máximo dos. Recientemente, un vecino de mi edificio ha empezado a prolongar intencionadamente su solitaria percusión. El otro le responde: “¡que ya, cabrón!, ¡ya todos los demás se callaron!, ¡que es solo un minuto, cabrón!”. El de arriba, sin embargo, sigue, como un niño, zumbando la olla. Quizás crea que así, un día, caerá el gobierno.
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