Todo llega - Soledad Morillo Belloso

Todo llega – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

1945. Primavera. Un joven oficial de la Luftwaffe, prisionero de guerra de las fuerzas aliadas, camina en su celda en Bengasi, Libia. Escucha un cuchicheo, un barullo entre guardias. Se abre la puerta y le ponen una bandeja con comida. Qué no daría por unas buenas salchichas, una ensalada de papas, un pan negro y un trozo de apfel streusel. Pero en el plato solo hay unas albóndigas de cordero, un engrudo de garbanzos, un pan sin levadura y una taza de té de menta. Al final de la tarde los sacarán al patio. Es la rutina. Trata de dormir. Al rato escucha que se abre de nuevo la puerta de su celda. Lo llevan al patio.  La veintena de prisioneros son formados. En silencio.  Un oficial habla. Escuchan con atención.  Les informa que el tercer Reich se había rendido. No supo qué sentir. Si miedo o alivio. A los pocos días recibió una carta, de su madre. Letras  de despedida. En ella le decía que todo estaba perdido. Le decía adiós. «Querido hijo: Hace ya seis días que papá, tus seis hermanos pequeños y yo nos encontramos en el Fuehrerbunker para dar a nuestras vidas nacionalsocialistas el único fin digno posible». Supo por esa carta que habían envenenado a los niños y luego madre y padrastro se habían suicidado. El oficial, combatiente mas no criminal de guerra,  fue liberado en 1947.

1945. Primavera. Los judíos que estaban en los campos de concentración sintieron un silencio. Un silencio raro. Dos días sin salir de los barracones. Dos días sin escuchar gritos.  Dos días sin ver cómo entraban los soldados a llevarse a empellones a cualquiera. Dos días sin oír balazos y ráfagas. Cuando al fin se armaron de valor y se atrevieron a salir, ya no estaban. No quedaban sino algunas fogatas ardiendo en el silencio. Se habían ido. ¿A dónde? No sabían, pero se habían ido.

1945. Polonia. Un grupo de judíos se esconden en cloacas. Allí llevan meses. Los ayudaba con comida, ropa y medicinas un «gentil». Muchos no sobrevivieron. Pero algunos consiguieron soportar. Un día algo cambió. El «gentil» dejó de llevarles ayuda. Dieron por sentado que los había abandonado. Se entregaron a la realidad de una muerte inevitable. Una mañana escucharon voces. Raras. No hablaban ni polaco ni alemán. Era ruso. Se atrevieron a salir.  «No recuerdo si estaba soleado, salimos en un patio. Lo que sí recuerdo es que la luz nos cegó a todos».

1958. Enero. Venezuela. Tenía poco más de seis años. No le llamaba la atención la ausencia de su papá. El y hermanas estaban en casa de los abuelos. No les dijeron por qué la mudanza. Pero no le molestó. Que allí en esa casa él era el preferido. Un día los despertaron, temprano. En pijama bajaron a la puerta de la casa. No entendía por qué había ese gentío. Y por qué el alboroto. Y entonces lo vio. De uniforme. Lo rodeaban. Hablaba. No le escuchaba qué decía. Pero algo bueno pasaba porque nadie estaba triste. El entonces Capitán del Ejército había caído preso meses antes. Y estuvo en los sótanos de Miraflores. Llegó a pensar que nunca saldría de allí, o que lo trasladarían a alguna prisión. O que no viviría para contarlo. Aquella madrugada él y sus compañeros alzados fueron despertados. Les abrieron las puertas de las celdas. En el vestíbulo, uniformes. Se los pusieron y subieron a la calle. Ahí el joven capitán sintió que lo levantaban en hombros. La foto que le hicieron de la escena estuvo en la edición especial de la prensa del 23 de enero de 1958.

1989. Berlín Oriental. Aquel día, Heindrik, estudiante universitario, 20 años, hijo de funcionario policial y funcionaria de salud, se sorprendió al verse trepado en el muro, con un ladrillo arrancado en la mano, frente a la mirada perpleja de los policías que nada hacían para evitarlo.

En un día cualquiera, cuando menos lo esperemos, sin que nadie sepa cómo ni por qué, nos asomaremos a la ventana y nos enteraremos que se esfumó, hizo puff…

De la crisis por sectores pasamos ya a la crisis sistémica. Lo próximo es el colapso. Nadie sabe cuándo.

Dice una frase de brindis irlandés: «Que llegues al cielo media hora antes de que el diablo sepa que has muerto». Eso deseo a los que están por irse.

 

 

 

 

 

Lea también: «De cualquier malla«, de Soledad Morillo Belloso

 

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