Nadie que se haya esforzado de veras por hacer fortuna vive como vivían o han pretendido vivir estos individuos de apellido Saab y López Bello, engordados en las entrañas del chavismo. El padrinazgo de las altas esferas del oficialismo no encontró valladares en la pesca de los socios, en la creación de una fraternidad desenfrenada para el latrocinio llevado hasta proporciones insospechadas.
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
El discurso del comandante Chávez se caracterizó por el ataque de las fortunas privadas, a las cuales relacionó con la inmoralidad y con las ventajas mal habidas. “Ser rico es malo”, machacó ante unos auditorios cada vez más entusiastas a quienes ofrecía el producto de la justicia social escamoteado por la historia anterior. Un mensaje que podía sustentar los ataques contra el empresariado y contra las clases acomodadas, especie de enjambre de súcubos que desaparecerían durante su mandato para bien de la sociedad, o sobre el cual se ensañarían las medidas de reparación colectiva que habían brillado por su ausencia. Pero también, a la vez, un subterfugio para buscar el reemplazo de los sectores pudientes por otros allegados a la “revolución” que crecieran con ella en las alturas. Un proyecto sin pensamiento digno de atención, un designio nacido de las aventuras de un ignorante sin escrúpulos, no podía pasar de la idea del cambalache de ricos que se fue realizando y del cual son criaturas notorias unos sujetos llamados Samark López Bello y Alex Saab, poseedores de las dos escandalosas mansiones que, después de mostrarse en su ampulosidad gracias al trabajo periodístico, hoy acaparan la atención de una sociedad desencantada y sedienta de justicia.
Si había una riqueza relacionada con el pecado, de acuerdo con el mensaje del jefazo “bolivariano”, podía existir otra sin nexos con los vicios combatidos por las religiones santas y profanas desde la antigüedad. Pero esa otra no dependería del trabajo, ni del sacrificio, ni de los planes que pudieran desarrollar los particulares para salir de abajo partiendo de sus anhelos, sino solo de la bendición de la nueva nomenklatura. Como esa nomenklatura, de acuerdo con los rudimentos de la teoría fraguada por el comandante, solo tendría la misión de velar por el bien común, jamás se equivocaría en el bautismo y en la bendición de los ricos que la acompañarían, o de los pobres dispuestos a convertirse en multimillonarios de la noche a la mañana. Si no habían trabajado jamás en su vida, mejor, porque se verían obligados a seguir caminos distintos para crear y distribuir la riqueza. Si no tenían ideas en la cabeza, ni planes en el portafolio, óptimo, debido a que dependerían de los emprendimientos que salieran de los designios del prometedor líder y de su camarilla. Si no estaban habituados a las leyes que regulaban los procesos propios de esta manera de llegar a la cúpula, perfecto, porque se harían los disimulados con las regulaciones vigentes o fabricarían sobre la marcha otras más adecuadas, es decir, acopladas a la intención de crear y fortalecer una nueva clase dominante cuya fachada sería la felicidad de la gente común.
A la sombra de estas elucubraciones peregrinas se fundó una yunta entre los buscadores de fortuna y los gobernantes que la atacaban, pero que la codiciaban, para llegar a las vulgaridades que hoy nos conmueven. Se formó en la cumbre del régimen, desde los tiempos de su creador, una reunión de advenedizos como jamás antes en la historia de Venezuela, tras el objeto de enriquecerse sin trabas. El padrinazgo de las altas esferas del oficialismo no encontró valladares en la pesca de los socios, en la creación de una fraternidad desenfrenada para el latrocinio llevado hasta proporciones insospechadas. Fue así -no hay qué darle más vueltas, no hace falta buscar la quinta pata del gato-, como se reunieron las medianías y las inmoralidades de la víspera, los muertos de hambre del pasado próximo, los “tíramealgo” desconocidos y desesperados, hasta entonces sin ubicación precisa, con las agallas de los “revolucionarios” ansiosos por el saqueo de una botija repleta que estaba a mano. El merodeo encontró destino preciso, la reciprocidad del trinquete y del fraude llevada hasta escalas de refinamiento, aunque también de obscenidad, encontró su tierra prometida. No solo nacen así unas fórmulas de enriquecimiento ilícito que, por su audacia, parecían inconcebibles en un país que ha tenido la desgracia de contar con un prólogo de ministros y burócratas ladrones, sino que también se explican las razones de la bancarrota nacional. La magnitud de la depredación se refleja en las muestras de riqueza desmedida y mal habida que se ha podido descubrir en una primera exploración, y las desgracias del país al observarlas topan con la causa de su recrudescencia.
Nadie que se haya esforzado de veras por hacer fortuna vive como vivían o han pretendido vivir estos individuos de apellido Saab y López Bello, engordados en las entrañas del chavismo. Los que de veras se han levantado debido a su talento y a su empeño habitan domicilios refinados y bien montados que no se caracterizan por la ostentación, debido a que los sacrificios de su ascenso los aclimataron progresivamente en las atracciones del confort burgués y les aconsejaron atenerse a una tradición de comedimiento que no los expusiera a miradas indiscretas, ni a animosidades indeseables. Y así lo sugieren a sus descendientes. Cuando han costado mucho, la plata y la reputación se hacen su escudo, solo se exhiben sin recato en casos de locura o de idiotez. Cuando viene de la ladronería, cuando proviene de las maromas de unos intrusos oscuros, la abundancia es amiga de las pasarelas, persigue el aplauso que de otra manera jamás disfrutaría. Esa búsqueda de celebridad no solo remite a la opacidad de sus ingresos, sino también a la perversidad de la fuente que los proveyó. De allí que no interese ahora la vida de dos caballeros del jet set, sino un asunto de salud pública.
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