El consenso sobre la permanencia de la monarquía como forma de Estado y como alternativa de unidad, esencial durante el período de la transición y fundamento de la Carta Magna en cuyo texto se sostiene la respetable democracia que distingue a España en la actualidad, parece dispuesto a superar las tentaciones que en el pasado causaron dolor y sangre. En especial porque su promotor es ahora el presidente del gobierno, Pedro Sánchez, quien se ha mostrado como guardián de la estabilidad y ha convocado a su partido y a sus funcionarios a una cruzada por el respeto de las instituciones, es decir, en este caso, por la continuidad de las testas coronadas.
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
La transición negociada que sucede en España después de la muerte de Franco tiene entre sus asuntos esenciales la conservación de la monarquía como forma de Estado, especie de norma básica alrededor de la cual se realizarían las reformas del período democrático que comienza formalmente con el pacto constitucional de 1978. La tesonera actividad de Adolfo Suárez, jefe de gobierno gracias a la iniciativa del joven Juan Carlos I, logra el compromiso. Después de proclamar una ley de amnistía, de suscribir los Pactos de la Moncloa sobre las orientaciones económicas que guiarían a la sociedad del futuro, después de la restitución provisional de los gobiernos catalán y vasco, se llega a un consenso del llamado búnker dictatorial, de los partidos democráticos que han vuelto a la luz pública y de los que deseaban debutar, no solo para apoyar sin reticencias una monarquía parlamentaria, sino también para considerarla como fundamento de la unidad nacional.
Todo trascurre entonces en medio de una movilización popular que funciona como respaldo, ávida de novedades, pero escaldada por las turbulencias del pasado. La necesidad de moderar a la Corona se remonta a 1812, cuando los diputados de Cádiz aprueban un sistema de frenos y contrapesos para el control del absolutismo que después es burlado por Fernando VII. En 1820, el pronunciamiento de Rafael Riego obliga a la restitución de la Constitución gaditana que de nuevo es traicionada por el malhadado rey. En 1868, la llamada Revolución de Septiembre echa del trono a Isabel II para que, después de una creciente inestabilidad y de revueltas cantonales, se proclame la Primera República en 1873. El experimento de cohabitación desemboca en el golpe de Estado encabezado por el general Martínez Campos, y los Borbones retornan a Madrid con Alfonso XII como representación de turno. Su heredero, Alfonso XIII, después de consentir la dictadura de Primo de Ribera, es obligado al exilio. Por consiguiente, comienza la Segunda República en 1931. El nuevo ensayo republicano conduce a la guerra civil, sucedida entre 1936 y 1939. En 1969, el ganador de la contienda convertido en dictador sin cortapisas, Francisco Franco, designa al príncipe Juan Carlos como sucesor en la Jefatura del Estado. Motivos de sobra para que la monarquía ocupe primera plana en la transición hacia la democracia, pero también para las reservas y las prevenciones que puede provocar su permanencia.
En la cabeza de Juan Carlos I la monarquía ha dado pasos esenciales para que España se convierta en una democracia sólida, una de las más plausibles de Europa, pero también ha protagonizado malos pasos para ponerla en aprietos. Como se sabe, la transición hacia la cohabitación democrática es animada por el joven ungido por Franco debido a la certera selección de Suárez para enterrar el régimen tiránico. El intento de golpe de Estado sucedido en 1981, encuentra formidable valladar en un Jefe de Estado que apoya desde su palacio a las instituciones de manera oportuna y entusiasta. Y colorín colorado, por desdicha: El caso de corrupción de su yerno, que pudo encontrar ramificaciones en la esposa, infanta de España, comienza a descubrir trastadas escandalosas en cuya médula se encuentra la Casa del Rey. La vicisitud no solo lleva a una depuración del entorno familiar, sino también a seguir el rastro de otros episodios relacionados con negociados que conducen a acelerar el acceso de su hijo al trono, a colocar al extraviado padre en la trastienda para evitar males mayores, o para que los excesos no se vean sino un poquitín porque su responsable ha sido puesto en hibernación. Inédito caso de hibernación a medias, por cierto, de siesta interrumpida a su antojo por el regio oso, pues en adelante ocupa lugar estelar por su participación en operaciones fraudulentas que no solo lo desprestigian personalmente, sino que también pueden sembrar de escollos la continuidad de la dinastía. La cara tenebrosa de un monarca vinculado a favores de magnates nacionales y a operaciones de trastienda con personajes del ámbito internacional, a desmanes de sexo y dinero, a tratos con abogados de refinada truculencia y a periplos de utilidad en paraísos fiscales, a escenas de chulonas y monterías que parecían borradas de la crónica de los Borbones, pero también de la historia de España, desafían a la sociedad desde una infausta primera plana.
Los Borbones le han dado a España su mejor y su peor rey: Carlos III, promotor del pensamiento ilustrado, reformista de avanzada, hombre pulcro y moderado; y Fernando VII, capaz de cualquier traición, de cualquier alevosía, de cualquier porquería. El Emérito parecía orientado a seguir los pasos del primero, y los siguió cuando debió desembarazarse del franquismo. Pero después, sin descender del todo a las tinieblas, se volvió cada vez más fernandino. Algo de las dos ascendencias lleva en la sangre. La metamorfosis le viene de perlas a los nacionalistas de la actualidad, catalanes, vascos y gallegos, sin que nadie pueda decir que saquen argumentos de la nada para ventilar de nuevo las aspiraciones republicanas y las reivindicaciones comarcales. También entusiasma al renovado falangismo de Vox, que pesca en río revuelto agitando las banderas de la unidad territorial y de unas remotas glorias imperiales que se remontan a los tiempos de los Reyes Católicos. Al repertorio se agrega el oportunismo de Unidas Podemos, curioso híbrido de gobierno y oposición, de insólita manera de echar a la vez tiros por el establecimiento y también por la revolución, que encuentra tierra abonada para la animación de un republicanismo que carecía de sustento en la víspera.
Pero el consenso sobre la permanencia de la monarquía como forma de Estado y como alternativa de unidad, esencial durante el período de la transición y fundamento de la Carta Magna en cuyo texto se sostiene la respetable democracia que distingue a España en la actualidad, parece dispuesto a superar las tentaciones que en el pasado causaron dolor y sangre. En especial porque su promotor es ahora el presidente del gobierno, Pedro Sánchez, quien se ha mostrado como guardián de la estabilidad y ha convocado a su partido y a sus funcionarios a una cruzada por el respeto de las instituciones, es decir, en este caso, por la continuidad de las testas coronadas. Parece, dado el entusiasmo de su conducta, el único que en las alturas tiene claro que España es un reino de contenidos republicanos, una realeza recreada por el vigor del republicanismo; un señorío que, pese a sus accidentes, a sus pecados capitales de codicia y lujuria, no tiene súbditos, sino ciudadanos.
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