Si a la dureza de la dictadura se agregan los frenos producidos por las carestías económicas y por la actual pandemia, se explica un doloroso mutis por el foro que antes animó como ninguna fuerza hasta la fecha. ¿Serán capaces, ahora con Juan Guaidó como su representante más destacado, de terminar la faena que no iniciaron, pero que tienen la obligación de rematar?, ¿recortarán la distancia que, después de muchos tumbos, los ha alejado de la sensibilidad de las mayorías?
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
Las manifestaciones masivas contra las arbitrariedades del chavismo marcan un hito en la historia de Venezuela. Pudiera aventurarme a asegurar que rompen con la tradición de una sociedad pusilánime que apenas daba la cara cuando no le quedaba más remedio ante las imposiciones de las dictaduras, a última hora, después de que los cogollos realizaran el trabajo que podía conducir a situaciones auspiciosas. En la abrumadora mayoría de los casos la creación de tales situaciones no provino del seno de la colectividad, sino solo de la preocupación de unas vanguardias. Cuando la gente de los últimos veinte años se echa a la calle, en caudalosas arremetidas contra el régimen del comandante Chávez y contra la usurpación de su sucesor, hace lo que sus predecesores no quisieron o no supieron llevar a cabo, debutan en un teatro de retos y riesgos que no existió en el pasado. Estamos ante una novedad capaz de transformar la historia de Venezuela, frente a un estreno del cual se aprovecharon los líderes en un principio, pero de cuya esencia se han alejado ahora para que lleguemos a extremos de desconcierto que no permiten un pronóstico alentador sobre el retorno de la democracia.
El “bravo pueblo” coreado en el Himno Nacional no salió de sus estrofas sino en nuestros días. Se consumió en las guerras civiles y en la esterilidad del caudillismo, se familiarizó con el miedo impuesto por Juan Vicente Gómez hasta cuando el octubrismo adeco lo invitó a cruzadas de civismo como ninguna del pasado. Pero tampoco entonces se jugó el pellejo, porque después se hizo el disimulado ante el derrocamiento del presidente Gallegos y se limitó a murmurar en los rincones durante el régimen de Pérez Jiménez. Los partidos de masas establecidos después de 1958 se dedicaron a contenerlo, a manejarlo de acuerdo con sus intereses, para que se conformara con apariciones esporádicas que no pusieran en riesgo al establecimiento, ni a su comodidad; o para que, sin expresarlo en términos contundentes, apenas sugiriera la necesidad de unas reformas. Fue tan grande su alejamiento de los asuntos republicanos, que -colmo de los colmos- se plantó frente al televisor a esperar que un elenco de “notables” le arreglara la vida cuando, ayer nomás, una militarada trató de imponerse por las malas. Estamos ante un divorcio de temas primordiales en torno al bien común que merece análisis atento, pero que ahora permite destacar el contraste que ha significado la reacción masiva de los venezolanos contra el chavismo.
Las groseras arbitrariedades del régimen de Chávez cambiaron la indiferencia por una inédita actividad. Lo que antes fue apatía se volvió agilidad y dinamismo, las calles debieron mudar sus hábitos por la irrupción de las multitudes para que se experimentaran situaciones capaces de provocar la curiosidad de los politólogos y los sociólogos que no podían creer lo que veían. Tampoco los políticos, desde luego, porque no habían metido la mano en los movimientos. Los científicos sociales tuvieron entonces tela suficiente para cortar y los políticos material para aprovecharse, porque en adelante lograron ocupar la posición de vanguardia que habían perdido desde la llegada del chavismo. Con los partidos llamando e inventando porque las masas los conminaban, el movimiento popular pareció de acero, pero también provocó una encarnizada represión destinada a destruirlo.
El pueblo lo dio todo en el fulgurante debut. Puso la gente y puso los muertos, lo mejor de su juventud fue reprimida y llevada al cementerio, cambió la paz de los hogares por los desafíos de una ciudadanía que parecía muerta y enterrada, le dio vida a un designio de libertad que carecía de consistencia y que se hizo ubicuo y poderoso. Todo salió de su seno, como no había pasado antes a pesar de los requiebros de la retórica que lo metía en batallas que no había librado, pero encontró límites. Pensó que había cumplido el cometido de la presencia y la diligencia sin obtener frutos, se sintió desorientado de pronto, o desilusionado, y regresó a sus domésticos cuarteles. Si a la dureza de la dictadura se agregan los frenos producidos por las carestías económicas y por la actual pandemia, se explica un doloroso mutis por el foro que antes animó como ninguna fuerza hasta la fecha. Pero, ¿cuál es la responsabilidad de los líderes políticos es ese retroceso hacia el interior de la vida privada?
Una responsabilidad gigantesca, porque no tradujeron el esfuerzo en un proyecto capaz de apuntillar al enemigo, porque participaron en la minúscula aventura del “carmonazo”, porque fueron tímidas sus respuestas frente a la represión desatada desde entonces por el chavismo para mantenerse en el poder; porque la soberanía popular esperaba mejores pagos que los de la vacilación y la medianía en el desempeño parlamentario y porque llevaron mucha porquería a las curules del Capitolio, por ejemplo. Pero, para ser justos, también debemos recordar que en esta etapa novedosa e inesperada de la historia no solo el pueblo salió con las tablas en la cabeza. También los líderes políticos han bebido las hieles de la desgracia, traducida en muertes violentas, exilios, cárceles, torturas, pobrezas de limosnero y desapariciones desgarradoras. Si debemos achacarles el pecado de la lejanía frente a las hazañas del pueblo, también debemos reconocer sus sacrificios.
Pero, pese a la intrepidez del arranque, el pueblo ha preferido una carrera corta. No ha mostrado entusiasmo por las competencias de obstáculos, ni por los maratones, ni por ponerse la medalla de oro en el podio porque tiene razones de sobra para mirar el juego desde unas gradas cada vez más desatentas. Pensar en la posibilidad de que tal situación cambie obliga a mirar hacia el domicilio de los políticos, que alguna lección de importancia han debido sacar de su renacimiento, su descalabro y su evidente mengua. ¿Serán capaces, ahora con Juan Guaidó como su representante más destacado, de terminar la faena que no iniciaron, pero que tienen la obligación de rematar?, ¿recortarán la distancia que, después de muchos tumbos, los ha alejado de la sensibilidad de las mayorías? Si reflexionan sobre el prólogo que los puso en la cima, pero también sobre la vacilación que los ha obligado a bajar la escalera en medio de sonoros trompicones, pueden sentir que su existencia depende de que recobren el aliento popular que un buen día los sacó de la cama, o de la cuna.
Lea también: «La monarquía española: De la excelencia a la decadencia«, de Elías Pino Iturrieta