Por: Jean Maninat
La creación del movimiento sindical ha sido uno de los grandes logros de la democracia y está asociado con la prosperidad que han logrado lo que en su momento se denominaban “países desarrollados”. Sin la participación del sindicalismo libre es difícil entender la historia de éxitos económicos y sociales de los escandinavos, o la prodigiosa recuperación de la Alemania de posguerra. Sin sindicatos libres e independientes la democracia siempre será truncada.
Otro tanto puede decirse de las organizaciones de empresarios, que en el fondo son sindicatos que defienden los derechos de sus afiliados. La vieja izquierda, y la nueva también, han caricaturizado al empresario como una especie de Tío Rico McPato (Scrooge McDuck) avaro y ostentoso. “Derrotar a los patrones” era un objetivo de la lucha política. Lo que obviaban entonces y obvian ahora es que la gran mayoría de las organizaciones empresariales representan a empresarios medios, el tejido esencial de una economía abierta, que requieren unirse en una entidad representativa para proteger sus intereses. Los grandes empresarios que aparecen en la lista de Forbes no necesitan agremiarse para resguardar sus intereses. Téngalo por seguro.
Para Lenin, los sindicatos eran una “correa de transmisión” entre el Partido Bolchevique y la clase trabajadora. Un apéndice, sin autonomía, un instrumento de la lucha de clase. Esta visión impregnó, curiosamente, a los grupúsculos de ultraizquierda conformados por jóvenes estudiantes, urbanos y burgueses tan bien retratados por Elio Petri en La clase obrera va al paraíso. Otro es el caso de Solidaridad en Polonia bajo la dirección de Lech Walesa, que comenzó como un sindicato clandestino de los astilleros en Gdansk que exigía la constitución de sindicatos libres y autónomos del partido y del gobierno comunista y luego terminó convirtiéndose en partido político que llevó a Walesa a la presidencia del país.
Gobiernos de izquierda y derecha siempre han tenido la tentación de cooptar a los sindicatos para ponerlos a su servicio en nombre de intereses supremos. Lo hizo Mussolini en Italia bajo el manto del corporativismo fascista y la lucha contra los comunistas, y lo hizo el PRI en México durante setenta años a nombre de la paz social y el progreso. La CTV venezolana fue un avis raris pues, a pesar de la hegemonía de AD, en sus órganos de dirección participaban la mayoría de los partidos que hacían vida sindical. Esa era su fortaleza y por eso cooptarla o destruirla fue uno de los primeros objetivos del Socialismo del Siglo XXI.
Ahora que pareciera que las aguas regresan al acueducto de la política y la lucha democrática, habría que recuperar la autonomía de las organizaciones de trabajadores y empresarios, defender su independencia frente a otros actores en el gobierno y la oposición con agendas comprometidas. Proteger su autonomía será vital para avanzar en la recuperación democrática de Venezuela.
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