La fuerza militar cambia después de “El Tejerazo”. Se compromete con la Constitución y acepta las órdenes del poder civil. Lo que fue trabajo de unos pocos se hizo masivo después del 23 de febrero de 1981. No quiso el pueblo, cuando por fin reaccionó, que sus negocios se administraran en cenáculos, como hasta entonces. El protagonismo colectivo se hizo cargo. Si no se desvanece, y si respetan su influencia los líderes del presente, se puede apostar a que marcharán mejor las cosas en la entrañable España.
Publicado en: La Gran Aldea
Por: Elías Pino Iturrieta
¿Qué decir del 23 de febrero español de 1981, que no se haya dicho? Es probable que lo fundamental de esos sucesos se recogiera en Anatomía de un instante, la extraordinaria y hermosa reconstrucción de Javier Cercas, o en la antológica Nueva historia de la España contemporánea que coordinaron para Galaxia Gutenberg los colegas José Álvarez Junco y Adrián Shubert. También en centenares de otras ediciones, desde luego. Pero, como se cumplen cuarenta años del suceso y la prensa se ha ocupado de ponerlos de relieve cuando España pasa por situaciones políticas susceptibles de llevarnos a pensar en la necesidad de su superación, por detalles que invitan a búsquedas comprometidas con la estabilidad de las instituciones, quizá no estorbe lo que se diga a continuación sobre el asunto.
Todos sabemos lo que sucedió entonces: Antonio Tejero, un chafarote de la Guardia Civil, irrumpió en el Congreso de los Diputados cuando se procedía a la elección de Leopoldo Calvo Sotelo como nuevo Presidente del Gobierno debido a la renuncia de Adolfo Suárez, desgastado por una crisis económica, por la multiplicación del terrorismo, por la desafección de su propio partido y por el enfriamiento de sus relaciones con la Corona. Tejero entró en el recinto con medio centenar de hombres armados, gritó desde la tribuna y ordenó que se hicieran disparos de advertencia que condujeron a un secuestro de los parlamentarios, prolongado hasta el siguiente día. El bochorno sorprendió a la sociedad y puso en atención a los líderes de los partidos que no tenían escaño, pero esencialmente al alto gobierno de la capital. Los encabezó sin concierto el rey Juan Carlos I, quien se impuso frente a los golpistas después de unos tratos que no necesitaron mayor esfuerzo. Destacó el monarca frente a los burócratas civiles, quienes parecieron más perplejos que avispados ante unas circunstancias que reclamaban toda la diligencia del mundo. Los golpistas fueron condenados a leves penas de prisión, que en breve fueron cambiadas y endurecidas debido a que las primeras decisiones del tribunal militar se consideraron como un coscorrón lleno de miramientos, como una burla que no se podía tolerar ante la magnitud de la tropelía.
¿Ocurrió una sorpresa? Quizá estemos ante una pregunta fundamental. El malestar de los militares era evidente, desde cuando Suárez lleva a cabo la legalización del Partido Comunista en 1979 ante el estupor de los cuarteles. Fueron numerosas las quejas de los generales ante el rey durante dos años, pero las recibió sin percatarse de la magnitud de la repulsa, o percatándose a medias. Poco antes del ataque a las cortes, un par de capitanes generales comunicaron sin cortapisas su molestia a Suárez por su supuesto dejar hacer a las izquierdas. El general Gutiérrez Mellado, vicepresidente del Gobierno y promotor de una temida reforma militar, fue desairado públicamente en ceremonias castrenses y motejado de traidor. La prensa de extrema derecha, especialmente ABC y El Alcázar, no dejaba de pregonar las quejas de los uniformados y de pedir mayor contundencia contra los terroristas de ETA, cada vez más letales y constantes, y de llamar la atención sobre el crecimiento de los impulsos autonomistas en Catalunya y el País Vasco. Reclamaban una mano dura que las autoridades civiles no tenían, ni querían tener, conducta que provocaba las iras de los restos del franquismo ventiladas sin rubor. Se sabe que ciertos directivos del PSOE, derrotados en las recientes elecciones y con ganas de deshacerse de Suárez, su triunfante rival, pensaron en un gobierno de concentración nacional presidido por un miembro del alto mando militar, y se reunieron para el cometido con algunos uniformados estelares. Entre ellos el general Alfonso Armada, antiguo preceptor del rey y figura habitual de las rutinas palaciegas, quien animaba un movimiento incruento que lo llevara a La Moncloa y en cuya preparación contaba con el descarnado Tejero y con el general Milans del Bosch, monárquico de uña en el rabo y capitán general de Valencia armado hasta los dientes, quien terminó sacando los tanques de combate a la calle mientras ocurría el secuestro de los diputados. Supongo que no se pierde el tiempo cuando se reconstruyen estos pormenores después de cuarenta años.
Ni cuando se advierte la pasividad de la sociedad ante la intentona. Los españoles no fueron convocados por los partidos políticos para la defensa de las instituciones democráticas, ni sintieron la tentación de echarse a la calle para evitar el retorno del franquismo. Así como asumieron la transición hacia la democracia como asunto de un elenco reducido de protagonistas -un trío de individuos prominentes a quienes convocó un rey impuesto por el Generalísimo, una capilla de franquistas agotados y sin cabeza que se conformaban con mantener una parte de su parcela, una prensa de avanzada que cada vez se animó más con los históricos cambios-, sintieron que el negocio dependía otra vez de unos pocos. De allí que el rey fuera entonces un campeón sin disputa al condenar a los insurrectos desde la televisión, pese a que no faltan los motivos para pensar que en la víspera no estuviera tan dispuesto a la cívica intrepidez. Hay evidencias de que los sindicatos de Barcelona y contadas organizaciones obreras de otras ciudades estuvieron dispuestos a manifestar en la vía pública mientras la barbarie se enseñoreaba en el Congreso de los Diputados, pero no pasaron de los preparativos, o no tuvieron tiempo para concretarlos. En suma, ocurrió un drama de unos pocos en un teatro abarrotado y cautivo, pero silente. La multitudinaria manifestación en defensa del establecimiento se llevó a cabo cuando ya había caído el telón y los villanos estaban entre rejas.
La fuerza militar cambia después de “El Tejerazo”. Se compromete con la Constitución y acepta las órdenes del poder civil. Los mandos de la policía, que estuvieron envueltos en el episodio, se renuevan para que sus integrantes se conviertan en piezas de la cotidianidad democrática. El franquismo acelera su marcha hacia el cementerio, para solo buscar resurrección recientemente. El terrorismo desaparece y las sensibilidades comarcales esperan una mejor hora, que ya consultan en su reloj de la actualidad. El despedido del día, el hombre amenazado por las bayonetas, llega ahora a cumbres de enaltecimiento en la memoria de la sociedad. El rey heroico de entonces es hoy un gnomo decrépito en la orilla del camino. ¿Por qué? La historia tuvo que abrir el portón porque las mudanzas eran inevitables, y porque no podían ser la obra de unos directores como los que había privilegiado el pasado reciente. Lo que fue trabajo de unos pocos se hizo masivo después del 23 de febrero de 1981. No quiso el pueblo, cuando por fin reaccionó, que sus negocios se administraran en cenáculos, como hasta entonces. El protagonismo colectivo se hizo cargo. Si no se desvanece, y si respetan su influencia los líderes del presente, se puede apostar a que marcharán mejor las cosas en la entrañable España.
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