Por: Jean Maninat
Giorgio Rosa fue un ingeniero boloñés, con fama de serio y meticuloso, pero con una golondrina libertaria aleteándole en la cabeza. En la antesala del revoltoso año 1968 europeo, le dio por construir una plataforma a más de 6 km de la ciudad de Rimini, fuera de aguas territoriales italianas. Es decir, “en tierra de nadie acuática”. Más no contento con su proeza de ingeniería y acorde con los huracanados vientos de libertad que entonces sacudían la institucionalidad burguesa, decidió declararla un Estado independiente y libertario. (Todo está relatado con aires de tragicomedia en el film La isla de las rosas, dirigido por Sydney Sibilia para Netflix).
La isla/plataforma, siguiendo las infatuaciones librepensadoras de su fundador, se autoproclamó Estado independiente y fue bautizado como República Esperantista de la Isla de las Rosas (Esperanta Respubliko de la lnsulo de la Rosoj, para honrar el esperanto que sería su idioma oficial). Como corresponde a toda república bananera -así flote como un palafito sobre el mar- Giorgio Rosa se autoproclamó Presidente de la República, y entre sus amici se repartieron cargos tales como: Finanzas, Asuntos Internos, Industria y Comercio, Relaciones Exteriores, entre otros. (No, no estamos insinuando nada).
Ha habido múltiples intentos en la historia de establecer naciones ficticias, repúblicas aéreas, micronaciones, territorios liberados, reinos de alguna deidad en la tierra. En un breve recorrido por Wilkipedia (buen nombre para una república bananera del saber) nos enteramos de Poyais, una nación ficticia supuestamente ubicada en la costa de Mosquitos, con la cual un tal Gregor Mac Gregor, autoproclamado cacique del lugar, engañó a inversionistas que terminaron comprando propiedades en un pantano. Y la República de Minerva, un proyecto libertario en los arrecifes del mismo nombre en el océano Pacífico que terminan siendo anexados por Togo. O el Principado de Hutt River, ubicado en un territorio de 70 km que su propietario declaró independiente en Australia.
Y los hay menos folklóricos, enraizados en la imaginación creativa, en la literatura y la ciencia ficción. La Tierra de Oz de L. Frank Baum, Utopía de Tomás Moro y el inefable Macondo de García Márquez, por recordar tan solo algunos. Y las repúblicas o reinos inventados por escritores para pasarla mejor, la República del Este de Caupolicán Ovalles o el Reino de Redonda de Javier Marías.
Y qué decir de las regiones que inventó la afiebrada mente de los colonizadores españoles. El Tirano Aguirre en su sangrienta búsqueda de El Dorado, o Ponce de León y la leyenda de la fuente de la eterna juventud. Con modo -¿o será fantasía?- todo se puede. Sólo la intemperancia de los hechos cambia el curso de los acontecimientos.
Y hasta hoy nos dura la manía de inventar espacios liberados en nuestras chavetas y tomarlos por ciertos. Vamos nombrando cosas, señalando espectros, renombrando países e instituciones: Socialismo del siglo XXI, Revolución Ciudadana, Estados plurinacionales, bolivarianos, asambleas nacionales legítimas, oposiciones de verdad- verdad, auténticas, para atrás ni para tomar agua en el desierto, mesitas y mesotas.
Un facsímil sin la imaginación festiva de la Isla de las Rosas.
(N.B. El autor de estos disparates no se hace responsable de si a alguien en el gobierno o la oposición se le ocurre imitar alguno de los estrambóticos hechos arriba mencionados).
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