Por: Jean Maninat
Una mañana dormía
y corriendo me tiré
por un grito que decía
hay fuego en el 23.
Sonora Ponceña
En su hermosa película La guerre du feu (La guerra del fuego) de 1981, el director francés Jean-Jacques Annaud narra los avatares de una tribu de hombres de las cavernas que habiendo poseído el fuego, accidentalmente lo pierden sin tener el conocimiento de cómo encenderlo de nuevo. (¿Sería un regalo divino para luego ponerlos a prueba?). Acorralados y luego ahuyentados por una tribu de simiescos rivales, deciden enviar una expedición de tres de sus pares a la búsqueda del fuego.
Comienza así una Odisea de las cavernas donde los tres héroes erectus
encuentran grupos humanos más desarrollados o menos primitivos si se quiere, se baten salvajemente, conocen algo parecido al enamoramiento y la solidaridad, adquieren nuevos modos de acoplarse, y sienten la soledad y el miedo a morir. Y ya en la cúspide del viaje, alguien les enseña a frotar dos trozos de madera sobre hojas secas para producir chispas y desatar así el milagro de la lumbre. El amansamiento del fuego como factor humanizador, como garante de la caverna convertida gracias al hogar en protección contra las fieras y la intemperie. El regreso es triunfal y anuncia el amanecer de la humanidad.
Ahora bien, ¿en qué momento se convierte el fuego en elemento de castigo, de martirio? ¿En qué momento el hombre empuña por primera vez una antorcha no para alumbrar sino para quemar vivo a otro humano? ¿En qué momento nace el pirómano cultural dispuesto a incendiar lo que le disgusta, a castigar convirtiendo en cenizas lo que no se ajusta a sus creencias? ¿Quién prende la primera pira alimentada por libros y obras de arte considerados pecaminosos o incorrectos y por tanto dignos de ser cancelados? En Mateo 25:41 el castigo es definido como fuego eterno para los descarriados. Y la inquisición quiso hacer humo a parcas y herejes por profesar otra religión que no fuera la suya. Y el extremismo musulmán estrella aviones en contra de edificios para causar inmensas explosiones de fuego y castigar la insolencia de occidente y sus costumbres. Y ya en Hiroshima y Nagasaki otras gigantescas bolas de fuego nuclear habían devorado las dos ciudades en nombre de la paz.
Hace unos días en Canadá se desató una ola de quemas de iglesias católicas como protesta por el hallazgo de cientos de osamentas de infantes indígenas, clandestinamente enterrados en los internados religiosos, que supuestamente salvarían sus almas y cuidarían de sus vidas. Un hecho bárbaro y repudiable con visos de genocidio cultural, qué duda cabe. Pero la respuesta de incendiar iglesias católicas como punición retroactiva de tan horrendo crimen no se puede pasar por alto pues se inscribe en la política de desaparecer lo que culturalmente nos desagrada.
En 2019 el escritor norteamericano y doble ganador del Premio Pulitzer en ficción, Colson Whitehead, publicó The Nickel Boys basada en las investigaciones reales que se hicieron en Florida sobre la Dozier School (Nickel Academy en la ficción) un reformatorio donde se abusaba de los muchachos allí recluidos y segregados por raza, sujetos a violencia sexual y trabajo forzoso y a desaparecer y ser enterrados en fosas clandestinas. ¿Habrá que incendiar media Florida para reparar históricamente tamañas atrocidades?
O reducir a cenizas Monticello, la mansión en Charlottesville, Virginia, de Thomas Jefferson autor de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América, 1776, uno de los documentos más potentes de la democracia universal, porque su redactor tuvo más de 600 esclavos trabajando para él en su plantación y se asegura que tuvo descendencia de color a la cual nunca reconoció.
La quema de iglesias, la desfiguración de estatuas, la cancelación de gente, el acoso al que no piensa igual y discrepa públicamente, son perversidades que emergen en la historia recurrentemente, bien sea vestidas con ropajes reaccionarios, bien sea desvestidas con desnudos progresistas. Y siempre habrá inconscientes de lado y lado que lo festejen bailando y haciendo sonar como maracas unas cajas de fósforos.
Una mañana dormía y corriendo me tiré, por un grito que decía
hay fuego en el 23…
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