Publicado en: The New York Times
Para muchos mexicanos, la gran victoria de las elecciones intermedias fue que el presidente Andrés Manuel López Obrador aceptara —con calma y serenidad— unos resultados no demasiados favorables. En el contexto de creciente polarización de la política mexicana, la reacción del mandatario parecía un triunfo para la vida institucional, para la democracia.
Pero muy pronto, López Obrador volvió a poner en duda la imparcialidad de dos organismos autónomos del país: el Instituto Nacional Electoral (INE) y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF). Dijo que no eran “demócratas auténticos”, señaló que no estaban haciendo bien las cosas y, finalmente, esta semana, afirmó que las autoridades electorales son un “Frankenstein” creado a imagen y semejanza de los intereses de los partidos tradicionales. Advirtió que propondrá la remoción de sus miembros, a quienes acusó de no actuar con rectitud y de irrespetar la voluntad del pueblo.
México pasó setenta años gobernado por el PRI, el partido que institucionalizó “la revolución”, ocupando y asfixiando casi todos los espacios de la vida pública. Los organismos electores —frágiles y perfectibles— permitieron, sin embargo, la alternancia política en el año 2000 y, después, la llegada al poder del propio AMLO.
Abrir un debate, amplio y plural, sobre una posible reforma electoral puede ser muy saludable para la sociedad mexicana. Siempre y cuando no se trate de volver al pasado por otros caminos y con otros nombres, construyendo un proyecto hegemónico que —más que una transformación— pretenda implementar una sustitución de élites, la creación de una nueva “mafia del poder”.
Dar una batalla política, en todos los terrenos, para defender la independencia de las instituciones, especialmente las electorales, es ahora más crucial que revolotear aguerridamente en las redes alimentando el liderazgo polarizante del mandatario.
La inquina de AMLO con el sistema electoral mexicano no es nueva. En las elecciones de 2006, la primera vez que fue candidato presidencial y ante un resultado muy cerrado, denunció fraude y exigió un reconteo de los votos. El enfrentamiento fue a mayores y AMLO terminó convocando a una gran movilización ciudadana y se autoproclamó presidente “legítimo” de México. En las elecciones de 2012, AMLO se negó de nuevo a reconocer la derrota y acusó al PRI y a su candidato, Enrique Peña Nieto, de haber orquestado un sistema masivo de compra de votos. Mientras algunos ponderan su carrera política como una terca épica por conseguir la presidencia, él ofrece el relato de un despojo, la recuperación de un poder que ya había ganado.
Pero la crítica de AMLO a los organismos electorales —que también ha mantenido desde que asumió la presidencia en 2018— se nutre y tiene un eco en la propia vivencia colectiva mexicana.
En México, las teorías del fraude electoral son una tradición tan natural y patriótica como el pozole. Los cuestionamientos y denuncias del mandatario caen en un terreno muy fértil, en un país donde la mayoría parece pensar y sentir que la relación más segura y confiable que se puede establecer con el Estado es la sospecha.
Esta semana, AMLO ha anunciado que abrirá un debate para realizar la propuesta de reforma constitucional, en material electoral, que enviará al Congreso. Aunque aún no ha adelantado detalles, el presidente ha dejado claro que se trata de una “renovación tajante”, no solo en la estructura de los organismos responsables sino también en la manera de organizar los comicios. Aseguró que será un proceso plural, participativo y que, además, la propuesta será presentada a los ciudadanos incluso antes de ser mandada a alguna de las cámaras de representantes.
Sin embargo, el lugar desde dónde enuncia la propuesta y la forma en que lo hace es un espejo de lo que tanto cuestiona y denuncia. En un mismo discurso, AMLO ofrece y promete mensajes distintos y antagónicos.
Como toda teoría de la conspiración, la hipótesis de fraude pierde eficacia cuando quien las elabora es un ganador. Es distinto acusar a las instituciones desde la experiencia de la pérdida, que sentenciarlas desde el ejercicio del poder. La percepción que tiene la población de las denuncias es diferente. López Obrador activa su iniciativa de reforma constitucional a partir de un evento donde su propuesta quedó derrotada: la consulta popular del primero de agosto que pretendía abrir un juicio contra los últimos expresidentes de México. Ante una abstención demoledora, AMLO ha culpado al INE de la escasa participación popular. Es un grave error de lectura de la realidad que reduce sus cuestionamientos al estrecho ámbito del berrinche personal. La apatía no es un fraude. El desánimo de los votantes es también una expresión pública. Las instituciones no son responsables de los errores políticos del liderazgo.
Al mismo tiempo que ofrece un debate plural, el presidente despoja de legitimidad a cualquiera que pueda adversar sus propuestas. Antes de que inicie el proceso, ya algunos interlocutores han sido etiquetados como “falsarios”, simuladores (“una pantalla”), que “fingen ser independientes”. Y, sin embargo, nuevamente, desde la jefatura del Estado, AMLO exige una nueva institucionalidad deliberadamente hegemónica, no independiente, que se ponga “a la vanguardia” de su proyecto político.
Los ataques del presidente indican que la reforma electoral será inevitable. Y es indispensable que los partidos de oposición, los movimientos sociales, las organizaciones civiles y los ciudadanos, se involucren plenamente en este debate. Frente al espectáculo político de la Cuarta Transformación —como López Obrador se refiere a su gobierno— solo la autonomía de las instituciones garantizan la posibilidad real de la democracia.
En el fondo, los mexicanos se enfrentan al peligro de una nueva versión de su propio pasado. Ahora deben luchar para impedir el regreso de otra “revolución institucional” que consolide a una nueva mafia del poder.
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