Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
Del substrato se pueden decir -y, de hecho, se han dicho- muchas cosas. Unos han afirmado que es uno; otros que hay más de uno. Algunos han sostenido que es uno e inmóvil y otros que es más de uno y que cambia de continuo. Aristóteles rechazó el argumento según el cual es uno e inmóvil, porque ello impediría explicar por qué existe el cambio, es decir, el movimiento. Pero también rechazó la posibilidad de que fuese un “uno y cambiante”, pues si es uno tendría que ser continuo y, por esa razón, no podría cambiar. De tal modo que si es continuo es inmóvil y si no es continuo es más de uno. De ahí que el substrato, lo que subyace (en griego, to hypokeímenon), no pueda “ser una sola materia o substancia”, sino que tiene que ser, a la vez, una y múltiple. Un substrato -dice Aristóteles- pasa de ser “tal cosa” a ser “cual cosa”. Por eso mismo, en él se haya presente el devenir, el cual le es inherente. Así, pues, en todo substrato están presentes tres momentos, a saber: el substrato propiamente dicho, su ser “tal” y su ser “cual”, todos los cuales se constituyen como los términos de su carácter necesariamente contradictorio.
La palabra substrato significa, literalmente, “lo que está debajo de un estrato”, es decir, lo que sostiene o lo que soporta (sub-portare) a otra(s) cosa(s). Y, en este sentido, existen varias formas de substrato, tales como la substancia (sub-stantia), el sujeto (sub-iectum) o el supuesto (sub-positum). De ahí que Aristóteles identifique el substrato con la sustancia, dado que, tanto en el uno como en la otra, los términos de la contradicción son inherentes, como en el caso de “hombre músico” y “hombre no-músico”. El substrato es, pues, la matrix de toda realidad. No es un adjetivo de la cosa ni una cosa adjetivable sino la estructura de la naturaleza misma de la cosa, o más bien, la cosa misma en el movimiento de su estructura contradictoria.
Solo así es posible comprender -y siempre conviene recordarlo, comprender quiere decir superar– el hecho de que la gansterilidad es el substrato, la matrix propiamente dicha, del régimen que mantiene bajo secuestro a Venezuela. No se trata de una simple expresión, ni de una representación entre otras, como tampoco se trata de un término más, de un modo o de un atributo, con el cual se le pretenda dar al régimen una cierta y determinada caracterización, un mote o un “epíteto zahiriente”, a objeto de adherir sobre él un catálogo de adjetivaciones más o menos axiológicas o valorativas. No es cosa subjetiva ni una ocurrencia del momento. Pero, por eso mismo, no es igual decir que se trata de un régimen “revolucionario”, “marxista-leninista”, “comunista”, “bolivariano”, “socialista”, “izquierdista”, “totalitario”, “fascista” o referirse a “la dictadura chavomadurista” que definir su substrato, el semoviente de la naturaleza de su ser gansteril.
Se define por gánster al miembro de una banda organizada de criminales o malhechores. Desde el momento en el cual Fidel Castro -y sus secuaces- sustituyó a Batista -y sus secuaces- y asaltó el poder en Cuba, asumiendo así el control de los negocios del narcotráfico dejados por aquel, estableciendo un contubernio entre la neoizquierda y el crimen organizado, el ideal del socialismo ingresó, por primera vez en su historia, desde el ámbito estrictamente político a uno de naturaleza distinta, cabe decir, contraria en sí y para sí misma. Es, más que el pasar, el traspasar de la delgada línea de demarcación existente entre la praxis política y la acción criminal. Rómulo Betancourt tuvo clara conciencia de ello. Y, como ha observado recientemente Joaquín Villalobos, autor de un extraordinario artículo titulado «Soberanía criminal», publicado en la revista Nexos, la Venezuela de hoy es “un espejo cuasiperfecto de lo que un país no puede hacer sin destruirse, o de lo que debe hacer si quiere destruirse”. Y, ciertamente, es un espejo cuya imagen refleja fielmente esa “extraña, cómplice y aberrante convivencia de soberanías”, en las que se confunden de continuo el Estado y la criminalidad, los intereses públicos con los intereses de un grupo de asaltantes que, en nombre de “el pueblo” o “la patria”, y apoyados por cuerpos militares y policiales devenidos milicianos y soldati del gang, manejan a su antojo los recursos del Estado como si se tratara de las cuentas privadas de su corporación.
Decía Leibniz que un substantivo es “el nombre que incluye el nombre de un ser o cosa”. Y eso es, precisamente, lo que implica el gansterato. No se trata de un adjetivo calificativo, en consecuencia. No es una cuestión de percepción subjetiva, un modo retórico con el cual se toma la decisión de representar ciertas “cualidades” del “sujeto”. Se trata de su substrato, de la unidad funcional de un organismo compuesto que hace ya bastante llegó a modificar radicalmente su condición anterior, substancialmente política, para asumir determinadas notas o propiedades -activas y pasivas- que ahora le son inherentes, constitutivas. Dos momentos, por cierto, desdoblados y tan distintos entre sí que en sentido estricto configuran la contradictoria instancia de una substancia insubstancial. Eso, indeterminado y vizcoso, es, en sentido enfático, lo que está “por debajo de” el régimen de Maduro, Cabello y Rodríguez, tanto como del resto de los narco “foristas” de una latinoamérica asediada y adormecida, para no mencionar a sus “socios”, los capos de las casas matrices, ubicadas en China y Rusia.
Decía Locke, a propósito del substrato, que dadas sus características de “substancia pura o soporte de cualidades capaces de producir en nosotros ideas simples, no podemos decir sino que se trata de algo que no se sabe qué es”. Prueba de la conclusión del empirista es el recurrente intento de una buena parte de estudiosos del fenómeno en cuestión que no sólo lo definen siguiendo los cánones tradicionales de interpretación positivista, sin lograr, al final, saber a ciencia cierta contra qué se enfrentan. Un fracaso que lleva a confundir los fétidos vapores que emanan de su pastosidad con la posibilidad de hallar “salidas” igualmente tradicionales, siguiendo para ello los dictados de “el librito”, en edición especial, no para peloteros sino para políticos, tanto para aquellos que siguen anclados a los modos y preceptos de un siglo XX inhumado, como para quienes fueran improvisadamente formados, a ritmo de reguetón, en la peor “escuela” de la pragmasis: la de la esperanza ciega y el electoralismo vacío. Es momento de estrategias realistas, de la paciente y continua organización de la base y de la calle. Es tiempo de tejer una inmensa red, a lo largo y ancho de lo que va quedando de territorio venezolano. Una red que logre atraparlos y ponerlos donde deben estar: en la cárcel, junto a sus pares. La libertad solo se conquista haciéndola.
Lea también: «El todo y las partes«, de José Rafael Herrera