Publicado en: El Universal
Para Aristóteles, la aspiración de hacer del vacío un lugar planteaba una imposibilidad esencial. “¿Cómo puede una cosa estar en un vacío?”, se pregunta en el libro IV de su Física. Según el estagirita, separar materia y espacio era impensable, pues toda materia se da en un espacio. En oposición a los antiguos atomistas, la nada no entra en sus cálculos, no existe; una visión que dominó el pensamiento hasta bien entrado el siglo XVII. Descartes, de hecho, hizo de ella la base de su Mecánica. Eso, hasta que científicos como Torricelli, Pascal o Von Geuricke (y Newton, más tarde) se atreven a cuestionarla.
A tono con Aristóteles, Spinoza afirma en su Ética que «no existe el vacío en la Naturaleza» (1677). Natura abhorret vácuum, la naturaleza siente aversión por el vacío: esta es la seña. En 1532, invitando a mantener la copa llena de buen vino, Rabelais bendecía la idea en el libro I de su serie Gargantúa y Pantagruel, gigantes cuya estirpe todo lo desborda. La literatura y el arte en general han dado fe de eso que Mario Praz, a fin de ilustrar el agobio del diseño victoriano, bautizó como “Horror Vacui”. El arte bizantino, la profusa estética del Barroco, el Rococó francés; la perfecta maquinaria poética de Góngora y su rival, Quevedo (“frisón archinariz, caratulera/ Sabañón garrafal morado y frito”); o el magnífico sueño de opio que invocan las obras de Gaudí. Todas manifestaciones del temor a dejar espacios sin uso, sin adornos ni color, sonidos ni dudas.
Hay belleza en esa exuberancia, como la hay en la abigarrada selva tropical, en la complejidad y dinamismo que soportan el laberinto sensorial, en los detalles minuciosos que copan la obra artística. Pero el exceso sin sustancia ni piedad, también trueca en azote. La cara insufrible del horror vacui es el ruido. Ese ruido caótico que la posmodernidad hizo omnipresente, que todo lo penetra y ciñe. Ruido que contribuye a la pérdida del autoconocimiento y que, lejos de comunicar más y mejor, incomunica. Son los saldos de la infoxicación. La verdad factual compitiendo sin mucha ventaja con la opinión anárquica, con una “verdad de razón” que nunca se cruza; eso que Arendt llama monólogos pautados.
La política -allí donde el empeño en “hacer del vacío un lugar” tampoco tiene cabida- no se libra del daño del Horror vacui. Recordemos que la lógica del entretenimiento induciendo a una espectacularización de la política, demanda de sus actores una exposición constante, dotada de “punch” y emocionalidad; lo cual augura adhesiones, si el desempeño satisface expectativas. A merced de la angurria de las redes, alejarse del espacio público hoy luce casi imposible para el político, en tanto entraña una feroz sentencia de olvido e irrelevancia. El silencio, la ocasional pausa, no parecen muy cónsonos con el oficio. No obstante, la acuciante exigencia de figuración podría conducir a la banalización. He allí una paradoja: en el afán de conjurar el vacío a como dé lugar, el discurso político acabaría apurando su propio vaciamiento.
Reparemos, por ejemplo, en el desgaste de la retórica revolucionaria, el hueco que invocan palabras como “pueblo”, “país potencia”, “democracia”, “diálogo”, “justicia social”, del todo disociadas de su praxis. El copioso chorro que inundó los medios, aun cuando en algún momento atornilló un relato más o menos efectivo, sólo volvió más inciertos los significados.
En ese sentido, el peligro no es menor para la oposición venezolana. Hacer política en circunstancias signadas por la necesidad de organización interna y de ajuste a los menoscabos, pide una prudente administración comunicacional. Hacerse de un buen discurso no debería volver a confundirse, por ejemplo, con la nominalización compulsiva. Si de aportar virtud se trata, recordemos a Rancière cuando advierte que la política sobreviene “cuando aquellos que “no tienen” tiempo se toman ese tiempo necesario para erigirse en habitantes de un espacio común, para demostrar que su boca emite perfectamente un lenguaje que habla de cosas comunes, no solamente un grito que denota sufrimiento (…) La política consiste en reconfigurar la división de lo sensible, en introducir sujetos y objetos nuevos, en hacer visible aquello que no lo era, en escuchar como a seres dotados de palabra a aquellos que no eran considerados más que como animales ruidosos”.
Quizás en esa percepción de la “falta de tiempo” vs “el lujo” de la espera, hay puro horror vacui. El miedo a la nada mediática, al “no ser”, amenazaría a quien ose recurrir a la introspección para calcular próximos pasos. La obsesión de algunos por no desvanecerse, por copar la atención de cualquier modo, es zanjada con efectismo, marketing y slogans, no con ideas que superen la colosal liquidez de la época (Bauman). Gracias al endémico deadline, un mantra muta en otro; “salvar a Venezuela”, misma porfía con muchos nombres. Penosamente, poco ha quedado de ese derroche. Los vicios de fondo, los monólogos pautados, el ruido, siguen conspirando contra la posibilidad de transformar el conflicto.
Con 2024 en mente, pensemos en la innovación que preconiza Rancière, y que va más allá de lo evidente. Enfrentar los vacíos, llenarlos eventualmente con contenido sustancioso para que la dinámica no trague a quien busca sortearlos; encontrar la palabra apta para enunciar lo justo, es parte del desafío. Nada de eso surgirá si la irreflexión persiste.