Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
Decía Aristóteles en su tratado sobre la Política que “el ser humano es un ser social (un zoon politikón) por naturaleza”, y que lo insocial “o es mal humano o es más que humano”. Por eso -insiste el gran pensador- “la sociedad es por naturaleza anterior al individuo. El que no puede vivir en sociedad, y no necesita nada para su propia suficiencia, no es miembro de la sociedad sino una bestia o un dios”. Y sin embargo, en virtud del desarrollo de sus fuerzas productivas y de sus relaciones sociales de producción, el ser social, como afirmara Einstein, ha devenido, como resultado, “un ser simultáneamente solitario y social”. La ciudad republicana fue preparando el terreno para que la humanidad adquiriera progresivamente derechos privados, individuales, y desarrollara su condición como persona. Lo social no obsta para el desarrollo de las potencialidades que posee cada individuo particular, siempre y cuando se sepa uno y todo, cabe decir: como un ser independiente y único, y, al mismo tiempo, como un ser integrante de un cuerpo político y social que lo trasciende. El esquizoide (“21st Century Schizoid Man”) es aquel modo que ha perdido la conciencia de esta -determinante y necesaria- relación dialéctica y, con la ayuda siempre interesada del entendimiento abstracto, la cristaliza, la fija, la pone y trastoca en creencia y mandato, en fe y ley.
La historia de semejante extrañamiento es objeto de estudio -sin duda, sensiblemente encaminado- para el presente, a pesar de que se sabe que la tensión y consecuente endurecimiento de las relaciones del individuo con la sociedad han sido, por lo menos desde los tiempos de la antigüedad clásica, un eficaz instrumento de control por parte del poder político dominante, con el propósito de someter o mantener la hegemonía, garantizando así su permanencia usque ad finem temporis. Pero el ya inocultable fenómeno contemporáneo del exilio en masa, especialmente el de ciudadanos venezolanos, nicaragüenses y cubanos, ha vuelto a encender las alarmas del pensamiento contemporáneo en torno a este severo -y quizá irresoluble, por ahora- conflicto de la doble condición que traspasa la experiencia histórica, el continuo devenir, del zoon politikón. Y a pesar de que -como advierte Vico- los procesos históricos, aunque se repitan, nunca se precipitan de la misma forma, el exilio sigue siendo, en tal sentido, una de las armas predilectas del poder establecido, porque al forzarlo termina por romper la delicada constelación que configura la unidad orgánica -”natural”, como apunta Aristóteles- del individuo con la sociedad. Quizá no se trate de las mismas motivaciones, pero la analogía con el éxodo judío, cuando menos, espanta.
Los griegos y los romanos consideraban el ostracismo como un destino peor que la muerte. Verse obligado a abandonar la polis, el propio medio, el propio contexto, las propias expectativas, el arraigo, el suelo donde yacen solemnemente los sagrados restos de la paternidad (de la patria), equivale a ser condenado a la más atroz individuación, a la soledad de un extraño entre extraños. En palabras del poeta Ovidio: “Cuando veo el lugar, las costumbres de sus habitantes, su porte exterior y su lengua y me viene el recuerdo de quién soy y de quién fui, se apodera de mí un deseo tan fuerte de morir que me quejo de la ira del César por no vengar sus ofensas con la espada”.
No obstante, durante los dos últimos siglos, la humanidad ha sido obligada a pasar de la figura del exilio a la del insilio y de esta a nuevas formas -muchas veces no decretadas, aunque más elaboradas y veladas, pero no menos brutales- de exilio. En efecto, en el caso de Sócrates, la condena a muerte era preferible al exilio -“habiéndome defendido así, prefiero morir que, de aquel otro modo vivir”. Pero la sociedad liberal supo transformar progresivamente ese sentimiento de pérdida y soledad en una virtuosa conquista, invirtiendo así su sentido y significado de fondo. De pronto, el vivir lejos del propio terruño no solo se volvió interesante sino incluso “positivo”. Más bien, devino “el paraíso de la soledad”, suerte de sofisticada intimidad, lejos del barullo y la intromisión del infierno de “los otros”. “El hombre solo existe para sí mismo”. Como era de esperarse, Descartes y Locke son “los padres fundadores” de semejante reversibilidad.
Y con su resignificación el exilio transmuta en insilio, cabe decir, en un exilio que va por dentro, un exilio en el que las posibilidades de vivir en comunidad y de participar en ella se reducen drásticamente, y el deseo de vivir en democracia se diluye en las gélidas aguas de la competencia privada, el cálculo y el interés de los individuos aislados. El ciudadano se convierte en cliente o empleado, es decir, en el idiota del que hablaban los antiguos, presto a la compre-venta de sus servicios, concentrado como está en las proporciones de la relación entre costo y beneficio. Para él, fuera del aparador o de la pantalla de su phone, “los otros” no existen, y en caso de existir pronto se evidencian como piedras que sortear en el camino del éxito personal, sus simples rivales o competidores. El insilio es, pues, objetivamente, un exilio interior, la más pura y dura pobreza de Espíritu.
Pero dentro de esta doble perspectiva, con base en la cual lo uno termina conduciendo a lo otro, y más allá de las viejas vendettas de los tiranos o de la intolerancia característica de los totalitarismos, una nueva forma de concebir el poder, más cercana a las organizaciones gansteriles que al concepto de la democracia republicana, ha forzado y potenciado el pasaje desde el insilio al exilio y viceversa, haciendo del sentimiento de soledad ab intra una aflicción ab extra. El ser social contemporáneo padece del más profundo desgarramiento. Ha sido doblemente escindido, separado. Es el hombre segmentado, dividido en cubos, ya anunciado por Picasso.
Pero por más oscuro que parezca el escenario, cabe afirmar que mientras mayores sean la gravedad y la tensión de los extrañamientos más próximo se encuentra su acabamiento. Nadie puede humillar sin exponerse, tarde o temprano, a pagar por ello el correspondiente costo político. Ese es, sin absoluciones, el auténtico precio de la historia.