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Alfajores para Victoria – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Pocos asuntos me despiertan tanta fascinación como la historia menuda, esa que se escribe con palabras de calle y que respiramos en las retinas de las personas. En San Telmo, en la ciudad de Buenos Aires, el paso de los años no ha conseguido derrumbar las leyendas de una mujer que, siendo un personaje de mucha monta en la historia argentina, fue allí en ese histórico barrio donde, según cuentan, vivió un episodio incorroborable pero no por ello menos creíble.

Ella fue una mujer relevante. Acaso la más importante argentina del siglo XX. Su atractivo físico era notorio, pero su mayor trascendencia no estaba en su belleza sino en un temperamento que la hizo marcar todo a su paso. Fue, como era de esperarse, amada y odiada. Las mujeres como ella suelen generar sentimientos encontrados. Su vida fue intensa. Su alma pasional la hizo imborrable en la memoria porteña.

No. No me refiero en modo alguno a Eva Perón. Dios me libre de caer en el patético ejercicio de adorar como santa a una mujer que fue el epítome de la manipulación y el masaje populista. Que me perdonen quienes creen en las patrañas que se siguen utilizando para exprimir las emociones argentinas con la figura de Evita como modelo femenino a seguir. Evita no fue un personaje. Fue, tristemente, una mujer de carne y hueso cuyo daño a las causas sociales aún se siente, sobre todo en los años cuando Argentina padeció la presidencia de una imitadora de Evita, la señora Cristina Fernández quien, ayudada por cientos de miles de dólares en trajes de firma y de pinchazos de botox, sobó con indecencia las carencias de un pueblo que a pesar de todo sigue siendo ingenuo hasta morir y se deja camelar por todo tipo de seductores oportunistas. Vierto mis letras sobre Victoria Ocampo, una intelectual de verdadero lujo, una escritora de letras notables, una mujer inevitable.

Caminando por la avenida Libertador, en visita a un espacio donde hasta se puede sentir la presencia impresionante de ella, un señor de esos que sienten la necesidad de ser limpios y honrados, el jardinero que cuida de las plantas y flores, me contó lo que les narro a seguir.

Resulta que Victoria había luchado con denuedo para lograr el voto femenino en Argentina. Mujer de temple indomable, recorría las calles de San Telmo en procura de mujeres del pueblo llano que sumar a su causa. En una de esas búsquedas, se cruzó con una muchacha que bordaba sayas de seda en la ventana de una casona frente a la plaza donde se realiza cada domingo el rastrillo de peroles y  antigüedades. A Victoria le llamó la atención la belleza serena de aquella joven y sus ojos que recordaban a las violetas. Se le acercó. Indagó su nombre, su edad. «Epifanía y tengo 18 años», respondió con suave voz. A Victoria no pudo menos que sorprenderle el nombre. De hecho, su verdadero nombre, conocido por pocos, era Ramona Victoria Epifanía. ¿Coincidencia? Victoria no creía en casualidades. «En la vida todo calza con algo por algo».

Aquella muchacha, humilde y seguramente iletrada, se convirtió para Victoria en la segura imagen de la mujer argentina que debía romper el yugo misógino que imperaba en su país. Visitándola cada tarde de aquella primavera y valiéndose de un libo de versos de Juana Inés de la Cruz, Victoria enseñó a la muchacha a dominar el arte de la lectura, todo ello a escondidas del padre a quien se le decía que la «señora viene a tomar lecciones de bordado fino». Cada tarde la muchacha recibía a Victoria con una taza de mate acompañado de alfajores, manjar que es magia de la gastronomía argentina y adorna la mesa de todos los hogares de esa nación, con independencia de linajes y alcurnias. Aquellos alfajores eran distintos, especiales. Algo los hacia sin iguales. Victoria los disfrutó aquella primavera. Se le deshacían en la boca impregnando su alma de una dulzura honesta y sincera.

Cuando Perón anunció que daría el voto a las mujeres, mandó a llamar a Victoria. Ella, auténtica y poco dada a aceptar lisonjas, declinó la invitación. «Un gobierno como éste no puede ser tan farsante».

Victoria había logrado su cometido. Epifanía había aprendido a leer y recitaba versos de las mejores plumas. El resto lo lograría por sí misma. Así lo pensó Victoria. Desconocía que saber de letras depararía a la muchacha un destino insólito.

Etiquetada la familia Ocampo por el peronismo como «aristocrática y burguesa», Victoria, divorciada, y su hermana Silvina, casada con el escritor Adolfo Bioy Casares, decidieron alejarse de la trifulca y se fueron al campo por unas semanas. Victoria no había sido leve en sus comentarios sobre Eva. De la mujer del presidente había dicho que «ella lo que busca es venganza, poder y Dior», frase que desató la furia de la supuesta benefactora de los descamisados argentinos.

Evita tenía que alimentar diariamente su insaciable egolatría. Para ello recurría al aplauso de los pobres. Eran los tiempos de esa fundación que literalmente lanzaba dinero sobre manos que lo recibían como si viniera de una santa. Una mañana de frío invierno, enfundada en un traje de Dior y luciendo un tapado de mink, Evita concurrió al barrio de San Telmo, fingiendo como solía hacer amor por los desvalidos y necesitados que allí residían. En su comitiva estaba una señora que se encargaba de identificar a los carentes y menesterosos a quienes Evita debía abrazar para las fotos. La señora en cuestión hizo su tarea y entre las seleccionadas estaba Epifanía, la bordadora.

Evita abrazó a Epifanía y le plantó sendos besos en las mejillas heladas. «Muchacha, te vamos a mandar a la escuela, para que aprendas a leer», le dijo la rubia a la joven bordadora. «Yo nunca fui a la escuela, pero sé leer y también sé escribir», respondió la muchacha con voz entrecortada, a las claras asustada por la mirada de la primera dama. «Seguro que te enseñó alguna de nuestras maestras del sindicato», le dijo Evita. «No, me enseñó Victoria, Victoria Ocampo; y me regaló mucho libros de versos», dijo Epifanía.

Me narra el jardinero que lo que siguió fue un silencio agudo, penetrante, una daga que traspasó el aire. Que Evita empujó a la muchacha y le dijo: «esa es una burguesa, una enemiga de mi general Perón».

Al día siguiente, Epifanía y su padre fueron desalojados de esa casa en San Telmo donde habían vivido por años. La casa sería utilizada como sede de la Fundación Evita. Padre e hija quedaron en la calle, en pleno invierno, con apenas una maleta con lo poco que tenían y con los sedales para el bordado de la muchacha.

Pero, antes de ser expulsados, Epifanía tomó un libro de versos, regalo de Victoria. Como dedicatoria, una dirección en Palermo. Padre e hija caminaron por horas, bajo la lluvia en ese día invernal en que los termómetros marcaban un frío insoportable para el artrítico cuerpo del padre. Finalmente llegaron frente a un portón de hierro y sonaron la campanilla. Un hombre se acercó, el jardinero de aquella villa. «Buscamos a la señora Victoria», dijo Epifanía. «Está en el campo y no se sabe cuándo regresa.» La desolación debió notarse en en el rostro de la atribulada joven y debió inspirar la compasión del cuidador de jardines. «No se queden bajo la lluvia. Está helando. Pasen al fondo. Allí hay matecito y calorcito pa’ que se sequen.»

Sentado en la mesa de la cocina, un hombre reconoció a Epifanía. Era el chofer que tantas veces había llevado a Victoria a San Telmo. Los alojaron en un cuarto cálido y con luz, con ropas de cama frescas y perfumadas. Allí esperaron el regreso de Victoria. Epifanía remendó calcetines y bordó pañuelos. Y cuando terminó, bordó manteles y ropa de cama y lencería de baño. Cada tarde preparaba dulce de leche y rellenaba alfajores.

Victoria regresó y se puso muy contenta al hallar en su casa a la linda bordadora. El padre se convirtió en jardinero ayudante. Epifanía casó con el chofer y tuvieron varios hijos.

Victoria y Epifania estuvieron juntas hasta la muerte de la escritora. Y hasta ese día, Epifanía preparó cada tarde dulce leche para rellenar alfajores, alfajores para Victoria.

Soledadmorillobelloso@gmail.com

@solmorillob

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