Publicado en: El Pitazo
Por: César Batiz
Que el himno no se aplaude, recomiendan, pues hacer ruido es faltar el respeto al símbolo patrio y que debe entonarse en una atmósfera de solemnidad. Pero cuando la canción nacional se grita y se canta a todo pulmón a más de 10 horas de vuelo de tu tierra, como ocurrió este 30 de junio en el juego Venezuela contra Jamaica en el estadio Q2 de Austin, Texas, la acumulación de energía y emoción es tal que teníamos que aplaudir. O estallar.
Cuando yo era estudiante de primaria, caminábamos en filas con nuestras franelas, pantalones cortos y medias blancas, con la ilusión de terminar la noche con tres medallas y el trofeo de mejor atleta. En el pecho llevábamos los nombres de nuestras escuelas: Miguel Ángel Granados, Caracciolo Parra León, Campo Verde, Andrés Eloy Blanco, Pedro J. Maninat, Las Cúpulas y Ayacucho. En las tribunas la gente aplaudía, mientras en el campo intentábamos no pisar las líneas de cal de la pista improvisada de atletismo. Eran las competencias de las escuelas de Lagoven, cuya ceremonia inicial terminaba cuando todos, de pie, cantábamos el himno nacional. Entre abril y mayo de cada año volvíamos a desfilar y el estómago se llenaba de emoción. Una vez en el estadio Concordia de Cabimas; otro en el Campo Rojo de Lagunillas; y también en el J.L. Ford, de Tía Juana.
En 1940, Shell había iniciado los juegos deportivos en el estadio Venoil de Cabimas. Creole hizo lo mismo a partir de 1946, con los Juegos Atléticos. Con la nacionalización petrolera, en 1975, Lagoven y Maraven no solo heredaron los pozos petroleros y refinerías, también las competencias y las instalaciones deportivas construidas por Shell y Creole para la recreación de los trabajadores y sus familias, residentes de campos petroleros con casas y calles diseñadas con el estilo implantado por los holandeses y estadounidenses.
Este domingo 30 de junio, un error en la interpretación de GPS nos llevó por las calles y avenidas de urbanizaciones residenciales de Austin. «Se parecen a las casas de Tía Juana», dijo José Manuel, uno de mis sobrinos, migrante en los EE.UU. desde hace seis años, en cuanto cumplió los 18 años. Tiene razón. Los constructores estadounidenses calcaron la arquitectura de estas zonas residenciales de la capital de Texas para trazar los campamentos petroleros en la década de los 30 del siglo pasado.
Claro, el J.L. Ford de Tía Juana no se parece al Q2 de Austin. El estadio tiajuanero está lleno de monte donde antes corríamos y en la tribuna central solo caben 300 personas sentadas. Por cierto, ninguna de las otras instalaciones deportivas de PDVSA, abandonadas tras el paro cívico de 2002, se parecen en lo más mínimo al coliseo tejano.
Pero este domingo, un sol de verano tan fuerte como el del Zulia penetraba la tela vinotinto de más de 20.000 personas, seguidores de la selección venezolana, que llenamos el estadio de Austin para decir: «Vamos, Vinotinto, que esta noche tenemos que ganar»; o gritar «Y va a caer, y va caer, este gobierno va a caer», cuando faltan 28 días para la elección presidencial.
«En qué momento de nuestra existencia íbamos a pensar que los venezolanos llenaríamos un estadio de fútbol en este país. Ahora la Vinotinto juega de local gracias a la migración, porque los venezolanos estamos en todas partes», sentenció el compadre José Ismael, uno de los cerca de 500 mil venezolanos en EE.UU., al observar a tres jamaiquinos que ingresaban al estadio, y se perdían, en medio de las camisas vinotinto timbradas con el Mano Tengo Fe.
A las 7 de la tarde, las dos selecciones salieron a la cancha. Primero sonó el himno de Jamaica. Luego el Gloria al Bravo Pueblo, que cantamos con todas las fuerzas de nuestras gargantas, era un binomio de energía: primero para los jugadores y luego para que los migrantes, con cada sílaba, nos sintiéramos más cerca de nuestra patria, como si nuestros bramidos se pudieran escuchar en Caracas, Margarita, Puerto Ayacucho, Acarigua o Tía Juana.
La selección goleó. Tres a cero. Cada gol lo celebramos con las cuerdas vocales apretadas y los ojos amenazados por las lágrimas al abrazarnos los doce tiajuaneros que estábamos juntos en el estadio de Austin. «Es el mejor día de mi vida. Mi primer juego de la Vinotinto que veo en persona y ganamos de esta forma», dijo mi hijo Gabriel aún eufórico al salir del estadio. Seguro tendrá y tendremos mejores días. Pero la imagen de las tribunas vinotinto y los sonidos del himno y otros cantos, se quedarán con los más de 20.000 migrantes que llenamos el estadio. Y que coreamos el Gloria al Bravo Pueblo a todo pulmón para luego aplaudirlo, aplaudirnos, hasta que nos ardieron las manos. Aún cuando sabemos, porque las maestras en Tía Juana nos lo enseñaron, que no debíamos hacerlo.