El día que me secuestraron -Antonio Ledezma

Publicado para El Nacional un extracto del libro que escribió Antonio Ledezma durante lo que el político llama “su cautiverio”.

Por: Antonio Ledezma

No se me olvida la cara del médico y del enfermero que me tomaron

la tensión cuando estaba en las instalaciones del Sebin la noche del 19 de febrero.
—La tiene perfecta, alcalde, como un carajito.
Eran ya casi las 10 de la noche y no sabía qué destino tendría después de aquella “operación secuestro” a la que fui sometido. No se habían presentado ni la fiscal ni ninguna autoridad en nombre de algún tribunal, todo era un misterio y privaba la incertidumbre. No obstante, mi serenidad no cedía, por el contrario a cada instante me decía a mí mismo “el que no la debe no la teme” y esa fue la frase que le solté al médico que estaba sorprendido de que mi tensión estuviera en parámetros normales.
Dejaba pasar las provocaciones con forma de indirectas o gestos de desplantes, muy pocos por cierto, de uno que otro funcionario que se pavoneaba por la sala en la que estaba reducido a prisión. Había que ocupar la cabeza, tener la mente atenta en asuntos más trascendentes para no dejarse aguijonear con esas provocaciones insignificantes. La misma actitud sostuve mientras rompían la puerta de mi despacho y luego veía entrar aquel tropel de funcionarios, uno de ellos con una camarita encendida captando todos los detalles, menos el montón de policías provistos con armas largas y cortas que se mantenían tras del “camarógrafo” para luego pasar las imágenes editadas y aparentar que fue una “visita” amable, que “solo había tres policías” hablando conmigo en la oficina, a los que les comenté que la desproporción era fuera de lugar. Recuerdo que le dije al que fungía como jefe del secuestro: “¿Para qué requieren ustedes tantos hombres, yo no peso más de 73 kilos, creen que necesitan de tanta gente para dominarme físicamente?”
Pero con lo que no contaban los funcionarios de “inteligencia” que planificaron las acciones es que minutos después aparecerían las imágenes originales filmadas, dentro y fuera del edificio, al instante en que me sacaban a empellones, y era evidente, llamativo, peliculesca, la jauría de funcionarios con potentes armas de fuego, vestidos como “robocop”, y abajo, en la calle, el despliegue de tanquetas, decenas de policías y las filmaciones y registros del sonido de los disparos realizados por los funcionarios.
Cuando me introdujeron en la patrulla mantuve toda la calma del mundo, la indispensable en esos momentos en que tienes que pensar, tomar decisiones, organizar tus ideas, imaginar escenarios posibles que pudieran desencadenarse a partir de ese momento. Aquello parecía un “ferrocarril de patrullas” y un enjambre de motocicletas, un largo chorizo de unidades armando un escándalo que, desde luego, atraían la atención de la gente –era hora pico en la ciudad– que se apostaban en las aceras a ver qué era lo que pasaba. Cuando ingresamos a las instalaciones del Helicoide, ellos, los policías, estaban jadeando. El apuro, la sensación de querer llegar lo antes posible a entregar la presa, a consignar el trofeo los agotó,  yo en cambio seguía tranquilo y sin nervios porque me asistía la inocencia, estaba acompañado por Dios y mi fe era mi escudo protector.
Nunca me dejé intimidar. Por más grande que fueran las armas y por más aspavientos que hicieran los funcionarios, permanecí impasible, desde luego con la indignación natural porque por mis venas no corre “sangre de horchata”, pero las órdenes que me trataban de dar las transformaba en sugerencias.
Un mesón donde me reseñaron dejándome embadurnados de tinta negra cada dedo de las manos, después que un rodillo esparciera en la tabla la tinta pegostosa. Se cumplía así la obligación de rellenar la planilla R13 que tiene que ver con el registro de antecedentes. De seguidas había que continuar con la formalidad contemplada en la planilla PD1, por eso me colocaron contra la pared con la unidad métrica a mis espaldas para la inolvidable ofensa: foto de frente y de ambos perfiles y automáticamente medían mi estatura; todos esos datos pasan a los archivos de dactiloscopia.
Al fondo, un tabique  resguardaba a una mujer detenida que mantenía encendido el televisor cuando a medianoche se apareció la fiscal Harington y en tono suavecito me preguntó “si me habían torturado”. Le dije que ¡sí!, porque me tuve que calar la cadena de Maduro a todo volumen por ese aparato.
La soledad
Un preso tiene que prepararse para vivir con la soledad. En ese oscuro panorama coexiste con custodios, internos, religiosos, animales. Debe aprender la lírica carcelaria, a esperar pacientemente a la familia y a estar prevenido a verla sometida a vejámenes, a sentir cómo, por lo general, termina pagando contigo una condena que tampoco debe.
Tienes que asumir esa etapa nueva en tu vida sin ofuscaciones y sacar fuerzas de tu racionalidad para vencer en la lucha, cuerpo a cuerpo, con la terquedad que va detenida contigo, esa con forma de arrojo que se pone a tus órdenes para darles combate a los que buscarán horadar tu ánimo y hacer declinar tus valores, para que tu propia opinión se vaya escondiendo en los rincones de unos espacios que enclaustran todo lo que te pueda dar vida.
Tu imaginación comienza a inventar puentes que pasen por encima de los muros que buscarán segregarte, aislarte y podrás demostrarte a ti mismo que no hay muralla que pueda impedir que tu corazón intente saltarla. ¡Claro!, si no te resignas a ser un prisionero del conformismo.
Cuando entras a una cárcel te invade una sensación de vulnerabilidad y comienzas a preguntarte ¿cómo es posible que no esté libre? Ante esa sacudida lo más recomendable es cimbrar el cuerpo, esquivar ese primer gancho al hígado, y si antes te han golpeado al mentón, tratar de sacarte ese estacazo no negando la realidad con la que vas a lidiar desde que abrieron la primera reja.

La formación política
Tenía años con la amenaza de vivir este episodio. Porque no somos invulnerables, menos cuando confrontamos regímenes autoritarios. Crecí rindiéndoles honores a los mártires de la resistencia contra la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. Mis primeros discursos, digamos que formales, fueron ante el monumento de Antonio Pinto Salinas, construido en deferencia al líder acciondemocratista que había sido asesinado aplicándole “la ley de fugas” en un sector de la carretera entre Parapara y San Juan de los Morros. Luego me distinguieron con la misión de hablar ante la tumba del “guerrillero de la libertad”, Leonardo Ruiz Pineda, cuando aún sus restos estaban inhumados en el vetusto Cementerio General del Sur, en Caracas. Desde adolescente comencé a oír a hablar del “guerrillero de la libertad”, a quien el maestro Gallegos definió desde México, cuando se enteró de su homicidio, como “el hombre de la gozosa audacia y de la fina valentía”. También conocía en detalles la manera como murió Alberto Carnevali estando encarcelado en la Penitenciaria General de San Juan de los Morros.  Me había enterado de los horrores descritos en El Libro Negro editado por ese gran venezolano que fue José Agustín Catalá. Igualmente sabíamos del macabro personaje que torturaba a los presos en La Rotunda: Nereo Pacheco, de los suplicios a los que eran sometidas sus víctimas, desde  arrastrar los pesados grillos atados a sus tobillos, comer alimentos descompuestos con vidrio molido, sobrevivir al método del “Tortol” y padecer “el encortinamiento” cuando eran aislados para que no pudieran ver el sol. Me sabía todas las anécdotas de Guasina y de Sacupana. Además me había leído varias biografías de Mandela.
Por eso cuando entré a la celda, lo primero que me dije a mí mismo fue “esto es nada si lo comparamos con lo que padecieron esos inolvidables venezolanos”. Y ni que hablar del líder surafricano, cuyo método adopté desde que puse un pie en Ramo Verde.
Eso no debe por ningún sentido interpretarse como que aceptaba mansamente la injusticia de estar preso; simplemente mentalicé mi ánimo, me di fuerzas a mí mismo, me decía sin destemplanzas de mesianismo que era una tarea que había que cumplir y que “bienvenida las adversidades que nos someten a pruebas”,  que estábamos preparados por nuestra formación política y por la reciedumbre de nuestros ideales y convicciones, a aguantar lo que hubiere que soportar si se trata  de apalancar una buena causa.
La celda comienza a ser tu casa, tu hogar y la cárcel tu planeta. Todo lo que te circunda está dado para derrumbarte el ánimo y triturar tu moral: ver que estás encerrado en un estrecho recinto donde las horas transcurren con su premeditada lentitud, que abrir o cerrar la puerta de tu celda depende de otra persona y no de tu propia voluntad. Que te pueden quitar los servicios de agua o de luz, que te imponen unos horarios, que te mutilan los periódicos para privarte de leer artículos “peligrosos”, que jurungan y huelen la comida que te llevan; que ciertamente veías el sol desde los barrotes, que es como advertir la cara de un niño con cicatrices, y cuando salías al patio podías respirar, pero era aire encapsulado en una cárcel donde te rodeaban las cercas y te amenazaban las concertinas con sus garras afiladas. Y siempre estabas bajo la mirada tortuosa del garitero, con su fusil, su pito, su latica de chimó y su pocillo con café. Todo enclavado en un contraste donde se entrelazan un barrio con familias que representan las penurias de las mayorías, miles de seres “enlatados” en viviendas levantadas a puro pulmón, donde la brisa fresca es como un bono compensatorio por los padecimientos. Sobre los techos de zinc los centellazos que provocaban los rayos solares como queriendo encender una fogata en cada pináculo de esas colmenas de pobreza.  En otro extremo un mercado donde se ofrece lo que cada día escasea más y cuesta más, en medio de un bullicio que sobrevuela las cabezas de vendedores y compradores que llevan en sus ropas el peso del agua de lo que fue sudor.
Desde cualquiera de los ángulos se puede divisar la edificación que sirve de depósito de mujeres privadas de libertad, el INOF. Todo rodeado paradójicamente por las galas silvestres de la naturaleza, lomas alfombradas de verde que dejan sobresalir espigas que sirven de ruedo a los árboles que suben como queriendo alcanzar el cielo. La brisa cachetea sus cimas, y el rumor del viento delata el cuchicheo de sus ramas encumbradas. Desde allí despegan como aeroplanos los gavilanes con sus desplantes de sentirse los duros del área. Su vuelo es con galantes ondulaciones como buscando sorprender la candidez de las pequeñas aves que salen a columpiar, como si flotaran en las cuerdas de vientos invisibles. Los zamuros, taimados, se balancean buscando lo que ya está muerto más que temiéndole al zarpazo. Mientras las hojas caídas, agonizadas, son sepultadas en cada pisada o tomadas como amuleto de un visitante fugaz y por quienes presienten en esos rumores de hojas crujientes anunciar la resurrección de la democracia.

Verdugos por órdenes superiores
Un verdugo se dice después de sus masacres que el pasado no existe. Corre una cortina que lo separa de los desmanes cometidos y comienza un hombre nuevo, mutando siempre en el vacío. Es de suponer que salen de esos escondites macabros para sacar cuentas de los crímenes acumulados como el coleccionista de estampillas, sus víctimas son la galería de su muestrario, que pesarán sobre sus conciencias por más fríos que sean a la hora de ejecutar a su presa. Los funcionarios que se desplazaban, tanto por las instalaciones del Sebin, de los tribunales y de la cárcel de Ramo Verde, caminaban con propensión a lo patético, porque de verdad llegaban a pensar que sus actos no los descubrían por la invisibilidad que les promete la revolución. Pero son seres humanos al fin y al cabo, y llega el instante en que la vida los coloca en el disparadero de ser chantajeados por el gusano de la felicidad. Es verdad, para vivir y ser felices no hay que ser perfectos, pero al dormir la conciencia controla el reloj despertador. Estoy convencido de que quienes han servido a las miserias impuestas desde los comandos de este régimen, desembocan en esas madrugadas catapultados de la cama por una pesadilla que  descubre el momento en que no te puedes levantar en la mañana y seguir viviendo como que si no hubierra pasado nada, como que si los daños perpetrados a seres inocentes, el dolor y el sufrimiento infringido a las familias de las víctimas de la persecución o del linchamiento político, no impidiera que disfrutes de un gran amor, que salgas a caminar por las colinas del cerro Ávila tomados de la mano, como un par de tórtolos, y que te distraigas viendo las vidrieras de cualquier centro comercial, pensando ¡aquí no ha pasado nada! La realidad ha comprobado que esos episodios siguen viviendo en la memoria, aunque la pretendas cerrar como una bóveda; en cualquier momento, el menos esperado, se escapará de sus paredes de acero y un escalofrio arruinará la inmerecida felicidad y percibirás los remordimientos que te harán casi imposible sobrevivir equilibradamente.

Todo por “el proceso”
Los que dan las órdenes, los de alta jerarquía, los jefes pues, se empinan frente a su escritorio con el encantamiento de carácter que tienen siempre los cargadores de una leyenda. Hablan en nombre del proceso, de un líder inmortal, todo lo que hay que hacer, aunque se sepa de antemano que es injusto e inmoral, se justifica. Así ha sido en cada tiempo. Los esbirros controlados por Pedro Estrada solían simplemente mostrar la cacha del revólver, esa era la ley y había que obedecerla o desconocerla a costa de la libertad o de la vida. Allanar un recinto privado saltando barreras legales, encañonar a un ser humano para hacerle sentir el imaginario silbido de un disparo, apalear o asfixiar a un sospechoso que se niega a decir la verdad que ellos quieren escuchar aunque sea mentira, pasan a ser actos rutinarios, mecanizados, en el trapiche que muele la dignidad de quienes se prestan para tal vileza. Lanzarte a los claustros sórdidos e inhumarte en las sábanas profanas donde tantas veces se había derrumbado la libertad de un ser inocente, dramatizaban el encierro y ese olor de suspiro debilitado por el jadeo de gente que realmente se cree etérea ante la injusticia que te acalambra la decencia.

La nostalgia

Acostumbrarse y habituarse a las miserias de una obstinación infinita, es entrecortado por los genes del decoro que brotan de cualquier hueso en el momento menos inesperado. En el Sebin, los pasillos con luces nimias y retraídas vimos caminar a gente aislada, siempre actuando como inexistente. Otros ásperos. Más que saludar hacían señales ariscas como indicando que son esquivos. Desde un principio te atacará la nostalgia pensando en lo que llevas segundos sin tener como tuyo: tu familia, tus amigos, tu ciudad, tus luchas, se harán notar lejanas y es cuando debe surgir el antídoto contra la depresión, para que siempre esté alineado con tu causa el espíritu de lucha infatigable. Tener la sensación de no existir es como presentir que te va consumiendo el aire que respiras, y te electriza el roce con la gente que transita y que te ves forzado a saludar. Y el dolor de los ausentes que recuerdas o extrañas lo tocas con la mente. Es como si el tiempo se envejece de forma apresurada cuando tienes expectativas por un mensaje que no llega, cuando nada acontece o el teléfono repica y no se concreta la llamada porque nadie atiende.

La ciudad

La noche que mi destino fue ese claustro de la cárcel de Ramo Verde, presentía que se apagaba la luz de una ciudad desamparada ante tantas miserias y es cuando piensas en todo lo que has querido hacer por tu país. Es cuando la responsabilidad no se deja encarcelar y más bien forcejea para que esté libre la preocupación por esa urbe que dejas atrás por razones perversas como las que vivía. Llegabas a un lugar donde no quieres estar, porque sabes que el compromiso es no llegarle retrasado a la ciudad a la que te debes porque así lo decidió soberanamente un pueblo. Y antes de poder vencer el insomnio virginal te sales imaginariamente y recorres cada recoveco de esas parroquias y es cuando sientes más fuerzas que nunca en tus piernas para escalar las callejuelas de Antímano o bajar con los frenos naturales de tus pantorrillas adiestradas para no resbalar en las bajadas de vértigo de El Junquito. Es cuando los abrazos atesorados de esa gente de los sectores más humildes y las bendiciones y los aplausos de los vecinos que te escuchan en las asambleas de ciudadanos de El Cafetal, de La California, de El Paraíso o de Los Magallanes, son la melancolía que no le regatea debilidades a la integridad que te mantiene incólume diciéndote a ti mismo de aquí saldré para volvernos a encontrar otra vez.

Inteligencia con coraje

En una cárcel siempre serás manipulado por los sentimientos encontrados que provocan los que buscan detectar tus puntos débiles, así te puede hallar la furtiva languidez o te inflamará la ebullición de una pasajera euforia. Es entonces cuando juega un papel fundamental en tu estado de ánimo la serenidad sin enajenar tu valentía. Es saber mezclar inteligencia con coraje para que la vitalidad de alma no colida con tu natural hiperactividad. Los custodios tratarán de que te reduzcas a un desconsolado somnámbulo que acata órdenes. Si apenas puedes reconocer la dicción desagradable de quien pretenderá actuar como tu patrón. Más si tu estoicismo inmóvil que te hace fingir ser un objeto desdeñado en una celda acaba demoliéndote si crees que puedes rehuir del duende de la vergüenza que ronda y te va susurrando que existes, tienes vanidad, orgullo y un compromiso con una causa. Siempre tendrás presente que te juzgan por ser un político.

El custodio bonachón

Siempre estará ahí, el custodio, con sus ademanes de bonachón y con una pícara cordialidad, que te pasmará con una sonrisa guasona y es donde tienes que ripostar con una imperturbabilidad extravagante. Seguir luchando desde la cárcel es un juramento que se hace con las manos atadas mientras viajas en esa patrulla a full chola y con la ensordecedora sirena que grita como si fuera la voz de los que integran la caravana. Es ese minuto en que nos aferramos a los valores aquilatados, de la épica que le da existencia y realismo a nuestros sueños e ideales para no deponer la voluntad de seguir luchando ni mucho menos que la menoscaben con nostalgias de luchador derrotado de antemano.

Es cuando no se puede ser indolente con uno mismo negando lo que hemos hecho y valides las razones que van reverberando en mi cabeza convertida en una computadora de datos registrados. Empieza una vida absolutamente diferente; una cosa fue la noche anterior y otra la que comenzaba ese 19 de febrero en las dependencias del Helicoide. Sin hablar escuchas en silencio y con mesura, tu propia voz, que son las reflexiones que te asaltan ante lo que pasa y sus consecuencias. ¿La verdad? Jamás sentí miedo; en los momentos en que para los custodios lucía absorto no hacía otra cosa que conversar con mi conciencia inclinando mi cabeza sobre mis manos que movían el balancín en el fondo de ese yacimiento de recuerdos donde brotan las siluetas de los seres más queridos. Porque no se puede menospreciar el destino de esas personas que a la par con este juicio político sobrellevarían una carga de dolor inconmensurable. Ni los estrafalarios uniformes, ni la algazara de los ejecutores del secuestro, ni el pasillo siniestro por donde te llevan como si fueras a presenciar una película de terror ni la celda roñosa donde una profunda oscuridad te esconde de la vida que mereces llevar, te entristece como cuando se estremece la fibra que se requiere para no flaquear midiendo el dolor que disipa tu partida dejando en un escenario encendido de pasiones a un ser querido.

Tormenta de recuerdos

Por eso se cruzaban en mi mente como ráfagas los rostros inolvidables de tantas personas y la ciudad de la que me arrancaban con la amenaza de que sería para siempre. Es cuando quieres escrutar todo lo que puedas ver sabiendo que puede ser la última vez. Porque no hay que confundir las cosas ni malinterpretar los sentimientos. Se necesita ser valiente para sostener un oficio como la política, pero eso no nos hace inmunes al dolor. No perdemos el pudor ni arriesgamos el orgullo confesándolo en cada abrazo en el que desearías entreverarte con la persona que amas. Por eso aquella noche del 20 de febrero cuando me despedía de Mitzy en el callejón del “matadero judicial”, antes de ser trasladado para ser enclaustrado en la cárcel de Ramo Verde, nuestros huesos se confundieron en una enredadera de yedra difícil de desamarrar. Fue un amasijo de corazones que palpitaron con delicadeza diciéndose entre sí que no existía ni el más vago sentimiento de culpabilidad. Vivimos el uno para el otro y la causa es compartida a plenitud y las consecuencias las asumíamos sin dejar que a partir de ese momento declinara un milímetro el optimismo.

Mitzy y la familia

Esa es una gran fortaleza, ni siquiera sospechar que te abrumara la orfandad. Entrar a una cárcel con la comprensión y el apoyo incondicional de tus seres queridos es una sensación de alivio que te ayuda a sentirte libre en medio de ese brete. Las promesas mentirosas de “un juicio justo” lanzadas a la arena de aquel circo con acelerada frialdad y posteriormente salir de ese “patíbulo” para observar en las esquinas de las calles, entre penumbras, una que otra persona que indagaba que llevaban en esa camioneta tan escoltada con aquel carrusel de luces multicolores, mientras que otras contemplaban como una estatua puede mirar el árbol de una plaza. Lo cierto es que nunca me sentí un forastero en el corazón de la gente que me prodiga amor, afecto, solidaridad y respeto. Mitzy fue crucial para comenzar este ciclo presentido y discutido entre ambos con la franqueza con que siempre nos hemos hablado para no llegar a la cárcel con el peso extra de lo que no se ha debido hacer. Cuando ella ingresó a Ramo Verde por primera vez me llevó en sus mejillas un arrebol de exuberancia que me embriagó de fortaleza para soportar ¡hasta una cadena perpetua! Comenzamos a trabajar evitando recuerdos que pudieran terminar siendo facturas. Había que mirar hacia adelante y fue cuando redacté mi primer mensaje al país, no para pedir apoyo para mí sino para solicitar respaldo a la fórmula unitaria. Esperar cohesión, sentido de responsabilidad y grandeza de alma de todos para saber conducir a la oposición democrática a una gran victoria el 6 de diciembre.

Cuando la ví subiendo las escaleras que daban de frente a mi celda, su pelo rasguñaba sus hombros y sus ojos se abrían en una órbita de fulgor radiante. Era la primera vez que nos veíamos después de aquel abrazo en el pasillo del tribunal la noche del 20 de abril. Sentirme alumbrado por esa mirada venturosa era su particular y resuelta manera de asumir esa tragedia, esto parece una contradicción, porque por lo general las miradas de los visitantes de los presos son desencajadas, con rasgos cadavéricos, en el caso de Mitzy, tal cual como ella suele decir para argumentar mi decisión de no huir ni someterme a una vida clandestina, acompañarme sin inventariar lo que pudo haber sido y no fue es su decisión de vida. No era la rendición calculada ante una tribulación, sino la determinación de compenetrarnos y luchar afanosamente por esos ideales en que se fundieron nuestras almas. Por eso sus ojos inmutables, su palabra oportuna con tono de rumor para que nadie más escuchara la estrategia que esa mañana articulamos en la cárcel de Ramo Verde fueron cruciales en esta etapa de resistencia compartida. La escuchaba sin dejar de mirarla con ternura, mientras nos caía el atardecer, empujada por un tiempo indolente que nos mostraba las manecillas del reloj que nos campaneaban la hora de salir. Ya en el patio fingíamos que disfrutábamos ese cielo púrpura que arrebujaba crepúsculos sobre aquel contraste de árboles, fauna, colinas, casas apretujadas y cárceles. Cuando partía me tenía que conformar con ese aire de devastación que bufa siempre en las cárceles de cualquier parte del mundo.

Las requisas

Mientras tanto los custodios a cargo de las requisas, a pesar del agotamiento que acusaban después de cumplida una labor nada grata, no dejaban de extender esa mirada de ausencia para no ver la verdad que escondían y hacer creer que se sentían orgullosos de todo lo que habían hecho durante ese día de visita. Se habían pasado varias horas continuas entrando a los cubículos como el que ingresa a un museo de provincia, inspeccionando todo, con un designio de reprobar o dar el visto bueno a la persona requisada. Las camisas, el tanteo de los cuellos, los ruedos y pretinas de los pantalones, las botas, zapatos casuales, cinturones, lo que trae en los bolsillos y la mirada escudriñadora de la ropa interior. Luego la infaltable expresión fingida de disculpa. El señor Agripino nunca se las aceptaba, intuía que eran postizos esos alegatos de que “solo cumplimos órdenes superiores”. Agripino no fallaba nunca a las visitas, se engalanaba invariablemente con aspecto funeral. Era retaco, de baja estatura, resistiéndose a ser visto como un ser enjuto, estiraba su cuello y sacaba el pecho en donde brillaba, enmogotado en su vellosidad, una cadena dorada. Cada requisa implicaba quitarse sus anillos de fantasía que por ser de precaria joyería desataba la guasa de los requisadores. Siempre fruncía su ceño, no faltaba su cara adusta mientras parsimoniosamente se sacaba su camisa negra con largos cuellos bordados de carabelas. Lo que más lo enfadaba era cuando le hacían descalzar e intentaban removerles los largos tacones que hacia adaptar a sus botas. Cuando se retiraba dejaba un halo mortuorio entre los asustadizos custodios que temían a esos ojos de sepulturero con que se desplazaba hacia la calle.

Los presos

En la torre habilitada para Leopoldo, Daniel y para mí, también estaban recluidas “las peluches”, dos jóvenes imputadas de haber, presuntamente, lesionado a unos centinelas. También Belkis, acusada de “traficar, presuntamente, armas”; la capitana Deisy Salazar procesada por “fraguar” un infundado golpe de Estado y Juan Carlos Cuarta, un joven que admitió haber incurrido en la falta de sustraer fusiles de su cuartel.

Daniel estaba reducido a una estrecha celda que llamamos “la quincalla”, porque ahí tenía de todo amontonado. En una cárcel se aprende a cocinar, a refugiarse en la lectura, a pintar, a sudar las tristezas y desahogar la indignación. Mientras Daniel pintaba a Miranda en La Carraca, Leopoldo había adoptado un gavilán que logró revivir después de estrellarse con una de las cercas que bordeaban el penal. Además, aprovechó de colocar en su “tigrito” unos pajaritos que se hicieron sus amigos. Fueron más de ocho semanas que sirvieron para reafirmar una amistad que se consolida sabiendo que Daniel es un ser humano noble, con profundas inquietudes sociales y Leopoldo un toro con una fuerza indómita para defender sus ideales. Fundamos frente a mi celda el “comedor Rómulo Betancourt” y alrededor de una mesa de plástico debatíamos los temas previamente seleccionados. Estudiamos y repasamos textos y tesis que nos fortalecieron el espíritu y juramos no rendirnos jamás.

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