Soledad Morillo Belloso

El medio sigue siendo el masaje – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Si McLuhan despertara hoy, no lo haría en carne y hueso. Sería después de una larga pausa entre los circuitos de la memoria y los algoritmos del olvido. No nos concedería una entrevista convencional. Nos hackearía el feed. Aparecería como un glitch en TikTok, fragmentado entre filtros corporales y estéticas de distorsión, con voz granulada, mensaje cifrado: “El medio no sólo es el mensaje… el medio los está masajeando de forma subliminal hasta convertirlos en medios a ustedes mismos.”

En su obra de 1964 “Comprender los medios de comunicación: Las extensiones del ser humano, el medio es el masaje”, McLuhan profundiza esta tesis, revelando que los medios de comunicación no son simples herramientas informativas, sino extensiones de nuestras propias facultades humanas. Son prótesis culturales que reconfiguran el entorno y afectan directamente nuestra forma de ver el mundo.

El libro nos lleva a entender que los medios electrónicos, por ejemplo, no se limitan a distribuir datos: generan nuevas estructuras de conciencia. Alteran no sólo lo que sabemos, sino también el cómo lo sabemos. En otras palabras, moldean las coordenadas invisibles de nuestra experiencia cotidiana.

Curiosidad

El título “El medio es el masaje” surgió de un error tipográfico, una confusión entre “message” y “massage” que, lejos de corregir, McLuhan acogió con entusiasmo. Vio en ese desliz una metáfora más precisa: los medios no sólo  comunican, también manipulan, estimulan y moldean nuestros sentidos como si nos estuvieran masajeando constantemente.

En una conversación imaginaria, McLuhan nos hablaría desde una latencia inquieta. Y no para ofrecer respuestas, sino para redirigir nuestras preguntas. Tal vez lo haría en formato de meme académico, o como bot filosófico que interrumpe nuestras búsquedas con alertas poéticas: “Su atención ha sido monetizada. ¿Desea continuar?”

Y si enfocara su mirada en la sociedad actual, haría zoom in  sobre nuestra simbiosis digital. Señalaría que las redes sociales ya no son extensiones del yo, sino su nuevo molde. Que nos formatean emocionalmente. Que la inteligencia artificial no es una herramienta, sino una mutación cultural en curso: está reescribiendo los códigos de la intuición colectiva. Que la memoria pública ahora tiene formato efímero. Recordamos en “stories” que caducan antes de que el afecto los asimile.

Sobre los nuevos medios, McLuhan no vería pantallas, sino atmósferas. Diría que el entorno digital dejó de ser espacio de encuentro para volverse clima emocional. Que el celular ya no es prótesis de comunicación, sino cámara de eco afectiva: vibra cuando sentimos y se silencia cuando pensamos demasiado. Que hemos transitado de la aldea global a la interfaz global del yo: cada perfil una nación, cada selfie una embajada de lo íntimo.

Y sobre el lenguaje, con su clásica ironía visionaria, observaría: “Ya no se escribe para ser leído. Se escribe para ser scroll-eado. Las palabras no se reflexionan: se consumen entre likes y algoritmos. La semántica se ha vuelto visual. La retórica, interactiva. El pensamiento, deslizable.”

Agregaría que nuestra forma de leer se parece más a surfear que a sumergirse. Que hemos pasado de pensar en párrafos a pensar en thumbnails. Que hoy un pensamiento necesita coreografía, música de fondo y subtítulos en neón para ser escuchado.

Y aún así, sonreiría. Porque como todo gran pensador que anticipa su propia obsolescencia, sabría que el mensaje muta, pero el medio nunca se jubila. Se reinventa. Nos reinventa.

Respecto a la adicción a la comunicación electrónica, McLuhan no usaría la palabra “adicción” en sentido clínico. Lo vería como síntoma cultural. Tal vez afirmaría: “No están enganchados al dispositivo. Están poseídos por el medio.”

Con su ojo quirúrgico para detectar las sutilezas del entorno mediático, advertiría que la comunicación electrónica ya no es herramienta para expresar pensamiento: ahora lo sustituye. Ya no conversamos para intercambiar ideas, sino para confirmar nuestra existencia en tiempo real. Cada notificación es una caricia digital. Cada silencio, una amenaza al yo conectado.

En su estilo provocador, redefiniría la adicción como mutación perceptiva: “No es que necesiten comunicarse. Es que han sido reconfigurados para no tolerar la desconexión.”

Podría señalar que vivimos en un estado de presencia vigilada, donde el valor de una palabra se mide por su velocidad, no por su profundidad. La saturación comunicacional produce un extraño vacío: cuanto más se habla, menos se escucha. La hiperconectividad no crea comunidad, sino un simulacro de compañía.

Con sarcasmo elegante, quizás añadiría: “La adicción a la comunicación electrónica no es disfunción. Es función del nuevo orden. Ya no piensan para hablar: hablan para no pensar.”

Respecto al “relato” y la “narrativa” en tiempos de pantallas líquidas, comenzaría cuestionando nuestras premisas. Afirmaría que el relato tradicional —estructura lineal con desarrollo, clímax y cierre— es un artefacto obsoleto en una cultura que navega entre loops infinitos y fragmentos simultáneos.

Como forma de experiencia, tal vez apuntaría: “El relato ya no narra. Curatea.” Es decir, organiza sensaciones, estímulos y simulacros en una especie de collage emocional. “El lector ya no sigue una historia. Interactúa con atmósferas.” La lógica narrativa se volvió rizomática: múltiples entradas, ninguna salida fija.

Narrar es ahora una interfaz. La narrativa se ha convertido en tecnología de transmisión: hilos en Twitter, slides en TikTok, carruseles en Instagram. “El contenido se ha vuelto performance narrativa.” Lo importante no es qué se cuenta, sino cómo se coreografía para captar atención, retenerla y luego desaparecer.

Y en clave filosófica, advertiría que el relato ha sido reemplazado por la dinámica del scroll: no hay principio ni fin, sólo presente continuo. La narrativa moderna ya no busca sentido, sino tráfico. Hemos dejado de contar historias para comenzar a fluir datos. “Lo que antes era trama, hoy es algoritmo.”

Con humor intelectual, añadiría: “La narrativa se ha vuelto tan líquida que resbala sin dejar huella.”

Y si le preguntáramos por el papel del autor, respondería con una sonrisa irónica: “El autor ha sido reemplazado por el algoritmo, y a veces, tiene mejor ritmo.”

Después de todo, ¿para qué complicarse con la angustia del proceso creativo cuando un motor predictivo puede simular profundidad en menos de medio segundo?

Tal vez diría que la narrativa contemporánea ha alcanzado tal grado de eficiencia que ya no necesita conflicto, personaje ni trama: basta con un fondo musical nostálgico, una frase aspiracional y un filtro cálido para generar empatía inmediata. Porque, claro, como todo el mundo sabe, el pathos ahora viene con efectos de transición.

Y entonces, justo cuando creemos haber comprendido la última ironía, McLuhan se diluiría en la nube. No nos dejaría un legado, sino un glitch perpetuo. Su despedida no sería un manifiesto, sino un error 404 cargado de sentido. Nos recordaría que, en este mundo de pantallas que se deslizan más rápido que nuestras ideas, la única narrativa que perdura es la del desplazamiento continuo.

Marshall McLuhan fue un pensador visionario que desnudó las entrañas del mundo mediático antes de que el mundo se diera cuenta de que tenía entrañas. Filósofo de los medios, profeta de las pantallas, y constructor de frases que aún hoy resuenan como eco en los algoritmos contemporáneos, su mirada fue más telescopio que espejo: no nos describía, nos anticipaba. Nacido en 1911 en Canadá, su teoría del “medio como mensaje” transformó la comprensión cultural de la comunicación y nos enseñó que lo importante no es lo que decimos, sino cómo —y a través de qué— lo decimos. Para McLuhan, el libro, el televisor, el radio (y por extensión hoy el laptop o el smartphone) son  más que herramientas: son extensiones de nuestra psique, y a la vez, arquitectos invisibles de nuestra forma de percibir el mundo. El pensamiento de McLuhan, lejos de quedarse en los márgenes académicos, se convirtió en una provocación permanente, una lente para leer los tiempos que aún no han llegado.

Mientras su mensaje parpadea entre notificaciones, lo intuimos: el medio sigue masajeándonos… aunque ya no sepamos si sentimos o simplemente vibramos.

El mundo es aldea y es global. Es aldea porque el mensaje nos llega con el aliento de quien lo envía. Es global porque ese aliento viaja a través de cables que conectan hemisferios. Es aldea cuando el afecto se transmite en emojis de corazones diminutos. Es global cuando ese afecto se multiplica en retuits, likes y traducciones automáticas. Es aldea porque el dolor ajeno parece ocurrir a la vuelta de la esquina. Es global porque ocurre simultáneamente en mil esquinas a la vez. Aldea por la intimidad. Global por la escala. Aldea por el vínculo. Global por la velocidad. Y entre la aldea y lo global, vivimos desplazados, habitando pantallas donde cada perfil es una casa, y cada conversación, un puente.

Marshall McLuhan, visionario de nuestro tiempo, sufrió en 1979 un derrame cerebral del cual jamás se recuperó. Murió en paz, mientras dormía, el 31 de diciembre de 1980, a los 69 años. Su genio iluminó los rincones más oscuros de la cultura contemporánea, y su pensamiento sigue resonando como un faro en la era digital. Hoy, sus restos reposan en el cementerio Holy Cross de Thornhill, Ontario, pero su legado permanece vivo, vibrante, insoslayable.

 

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