Publicado en: El Nacional
La vida de las personas discapacitadas no es fácil. Y de las que tienen discapacidad intelectual, menos todavía. Y cuando la discapacidad es doble, física e intelectual, ni hablar.
Sin embargo, y hablo por el caso de mi hija Tuti, las carencias las suple con las fortalezas que vienen, básicamente, del amor que recibe en la casa y de quienes, aun sin tener un parentesco por consanguinidad, también tienen la generosidad, la paciencia y la comprensión de dárselo. Tuti, para hablar en singular, tiene una fuerza de voluntad que asombra. Todo, hasta lo más simple, le cuesta, pues tanto su motricidad gruesa como la fina las tiene muy comprometidas. Todo lo que para alguien “normal” es una conducta automática -como abrocharse un botón, subirse un cierre, o peinarse- para ella es un logro. Y así transcurre su vida, de pequeños logros en pequeños logros.
A Tuti le encanta la música. Desde pequeñita ha escuchado desde óperas de Wagner hasta música popular. Le fascina cantar, y le cuesta muchísimo, pero trata, trata y trata. También tiene un profesor maravilloso, Néstor Zavarce, quien la ha estimulado y ha explotado sus potencialidades en esa área, que, dicho sea de paso, son bastante escasas. Lo importante es que Tuti tiene una autoestima por la estratosfera y siente que es capaz de lograr todo lo que se propone.
Desde que comenzó la pandemia, decidió que ella quería aprender a dirigir una orquesta. Cada vez que ve a su amiga Elisa Vegas le dice que ella quiere que la enseñe a hacerlo. Y en su tableta pone videos de Gustavo Dudamel, quien también es su amigo, y dirige viéndolo.
Desde hace una semana estamos en Barcelona, España, visitando, después de tres largos años sin verla, a mi hija Sofía, la hermana menor de Tuti. El martes pasado se presentaba Gustavo Dudamel, en un proyecto de hermanamiento entre la Opéra National de Paris y el Gran Teatre del Liceu, dirigiendo la Novena Sinfonía de Mahler. Tuti y yo fuimos invitadas por Gustavo. Sencillamente sublime. No me alcanzan las palabras para describir lo que fue aquello. Y el público del Liceu, que no es de aplauso fácil, se puso de pie a ovacionarlo durante unos quince minutos.
Luego fuimos a saludarlo y a felicitarlo. Él siempre tan cálido y encantador, nos abrazó a ambas y se interesó por saber cómo nos había ido durante el tiempo que no nos habíamos visto. Tuti, ni corta, ni perezosa, le dijo que ella quería ser directora de orquesta. Yo le expliqué que muchas veces ella busca sus videos y se pone a dirigir, imitándolo. A Gustavo aquello le pareció fantástico. Tan fantástico que le dijo: “Te voy a regalar mi batuta… quédate aquí que ya vengo”.
Al cabo de un par de minutos regresó con la batuta en la mano. “Te la regalo”, le dijo. “Ya tienes con qué dirigir y yo te quiero ver dirigiendo”. La emoción de Tuti y de todos los que estábamos allí fue inconmensurable. Hubo hasta quien lagrimeó. Ella lo abrazó, emocionada y agradecida. Él regresó a buscar el estuche para guardarla. Salimos del Liceu exultantes de felicidad.
Puse los videos y las fotos en mi Instagram y mi amigo, el humorista Gilberto González, tuvo la genial idea de decirle que en sus manos ya no era una batuta, sino una “baTuti”. Eso le encantó, y a todo el mundo que ve le cuenta que ella tiene una “batuti”.
Hacer feliz a alguien con discapacidad es muy fácil. Solo hay que echar mano del corazón. Gracias, Gustavo, por ese maravilloso regalo.