La estatua de María Lionza desapareció de la Ciudad Universitaria de Caracas en octubre de 2022. Los especialistas en historia del arte y la propia universidad reprochan que se la robó el régimen de Nicolás Maduro; en cambio, uno de los mayores líderes espiritistas de Venezuela sostiene que fue “liberada” y con él coinciden muchos creyentes de la diosa indígena, indigenista o quizá española, alrededor de la cual se ha formado un culto sincrético y expansivo que abarca de todo: el catolicismo, héroes nacionales, malandros, curanderos y hasta vikingos. ¿A quién le pertenece la escultura?, ¿a la ciudad, para la que fue planeada, o a la montaña en Quibayo, donde se concentra la fuerza de su culto?
Publicado en: Gatopardo
Por: Óscar Medina
Son las diez de la mañana de un domingo y este es un momento solemne, de descubrimiento: mientras doy vueltas en torno a la escultura de María Lionza, caigo en cuenta de que nunca antes pude apreciarla así. La estatua siempre estuvo en el paisaje caraqueño, era parte de la iconografía urbana, pero como visión fugaz: tú en movimiento, ella elevada en medio de una autopista. Una foto movida, borrosa, una visión fragmentada por la velocidad. En este lugar, en cambio, la contemplación es posible.
Es color miel la luz que cae sobre los volúmenes de María Lionza, que mira de frente a la montaña. ¿Ese fulgor es de ella o es del sol? La mujer colosal montada sobre la danta se aprecia en todos sus detalles, los juegos de sombras entre los músculos, la expresión adusta y misteriosa de su rostro, la fuerza que irradia su postura, la tensión del animal que la sostiene.
Una pickup Ford se detiene frente a la plazoleta hecha para la escultura. Todos los pasajeros la miran embelesados y unos segundos después reaccionan al mismo tiempo: hay que bajarse, celular en mano.
—Aprovecha la foto —dice uno, y los ocho posan a los pies de la danta.
—¿Esa es la que estaba en Plaza Venezuela? —se escucha la pregunta.
—Ajá… ¿Y qué iba a hacer en Caracas si podía estar aquí? —le responde la conductora antes de ponerse nuevamente al volante.
Ya tienen su momento Instagram y siguen adelante, a lo que han venido: estamos en Quibayo, una de las entradas del Monumento Natural Cerro María Lionza, en el estado Yaracuy. Estamos en “la montaña” y aquí se viene a pedir y agradecer, a limpiarse de lo malo en el río y cargarse de lo bueno, a encender velas, fumar tabaco, conectarse con la naturaleza, a recibir la bendición de la reina, buscar la intercesión de los espíritus y los santos, a tener fe.
La presencia de la estatua original, hecha por Alejandro Colina en 1951, es reciente y por eso todavía sorprende a algunos visitantes. El 9 de octubre de 2022 se inauguró de manera oficial la nueva plazoleta con la escultura, en un acto que aprovechó el poder político para promocionarlo como la “liberación” de María Lionza. Aunque es verdad que su introducción en este escenario natural luce a tono con el culto y que serán muchos los que por primera vez puedan apreciar la pieza artística en toda su magnitud, hay detalles en la historia de su llegada a Quibayo que transforman en pregunta la respuesta de la mujer de la camioneta Ford: ¿de verdad podía estar aquí y no en Caracas?
La estatua María Lionza sobre el danto nació caraqueña, a mediados del siglo pasado. En 1951 la ciudad sería la sede de los III Juegos Bolivarianos, el primer gran evento deportivo que se haría en el país con la aprobación del Comité Olímpico Internacional. Pero entonces Venezuela era gobernada por un régimen militar. En 1948 un golpe liderado por el general Marcos Pérez Jiménez expulsó de la presidencia al escritor Rómulo Gallegos, del partido Acción Democrática, e instaló una Junta Militar integrada por Carlos Delgado Chalbaud, Luis Llovera Páez y el mismo Pérez Jiménez. El 13 de noviembre de 1950 fue asesinado Delgado Chalbaud y, en un intento por revestirse de “civilidad”, los miembros de la Junta designaron como nuevo presidente a Germán Suárez Flamerich. Se trataba, por supuesto, de una figura casi decorativa porque el verdadero poder lo ejercía Pérez Jiménez, quien devino en dictador desde 1952 y hasta su salida del país, el 23 de enero de 1958.
Autoritario, militar y con el dinero del petróleo, durante el tiempo que estuvo al mando pudo desarrollar buena parte de eso que llamó “nuevo ideal nacional”, una receta obviamente nacionalista y uniformada de verde eficiencia que se materializó, entre otras cosas, en la exaltación de los héroes de la Independencia y en la mitificación de etnias y jefes indígenas como primer frente de resistencia a la colonización; además, por supuesto, en grandes obras de infraestructura: el país lanzado a la senda del progreso, de la modernidad. En ese marco, y en ocasión de los Juegos Bolivarianos, se levantó en Caracas el complejo deportivo de la Ciudad Universitaria, que incluyó los estadios Olímpico y el Universitario de beisbol, inaugurados en 1951.
Se dice que fue el propio dictador Pérez Jiménez quien le encargó al escultor Alejandro Colina una estatua que contuviera el pebetero de la llama olímpica para los juegos que se realizarían en diciembre de ese año. La elección del jefe militar, en el contexto de su “nuevo ideal nacional”, no fue casual. Colina no solo comenzó a estudiar en la Academia de Bellas Artes a los trece años, sino que su origen humilde le obligó a desempeñar otros oficios que, con el tiempo, le dieron bases sólidas para convertirse en uno de los grandes exponentes de la escultura monumental de temática indigenista de Venezuela. Durante doce años, por ejemplo, fue mecánico de buques en la Intendencia Naval, por lo que navegó las costas marítimas y los ríos del país. En sus viajes por el Orinoco, el Delta Amacuro y La Guajira, donde vivió algún tiempo, tuvo estrecho contacto con comunidades indígenas y aprovechó para hacer anotaciones e investigaciones personales sobre el arte y las leyendas de estos pueblos. Objeto de estudio, obsesión o inspiración —quizás todo al mismo tiempo— fue más allá. En la década de los treinta participó en exploraciones arqueológicas, documentó hallazgos de alfarería de antiguos pobladores e inauguró el conjunto escultórico de temática indigenista Plaza de Tacarigua. Para el momento en que lo contactó Pérez Jiménez, ya era conocido por piezas que recreaban la figura de caciques, fieros y musculosos, como emblemas de libertad. Ese mismo año, 1951, hizo un busto de la “Negra Matea”, nodriza del Libertador Simón Bolívar.
Para Pérez Jiménez, Colina era el indicado. El artista concibió su portentosa versión de 6.7 metros de altura de la “reina” de la montaña de Sorte en sintonía con la pintura de Pedro Centeno Vallenilla, quien en los años cuarenta comenzó su serie de cuadros sobre María Lionza, y siguiendo la obra divulgativa de uno de sus guías en este campo, el indigenista y precursor local de la antropología Gilberto Antolínez, quien en 1939 publicó “algunos comentarios sobre la diosa” en la revista Guarura y en 1945, el primer relato estructurado de la leyenda indígena sobre María Lionza, “La hermosa doncella encantada de los nívar”, en el diario El Universal. Fueron Centeno y Colina, a partir de la línea de investigación de Antolínez, quienes con sus obras terminaron reforzando y quizás instalando en el imaginario colectivo la versión “indígena” del origen de María Lionza: la profecía cumplida del nacimiento de una niña de ojos verdes en la tribu de los jirajaras (nívar) que anunciaría la extinción de su pueblo:
“Grande fue la aflicción de aquella altiva tribu. Pero pasó el tiempo, y todos los caciques, cada vez que nacía una niña, pasaban temores sin cuento hasta que se les anunciaba que, como siempre, la recién nacida tenía los ojos negros”, dice el texto publicado por Antolínez. Las cosas ocurrieron tal como lo advirtió el sabio curandero de los nívar: la hija de un cacique nació con los ojos de ese “extraño color que, de mirarse en las aguas de la laguna, jamás podría distinguirse las pupilas. Tan pronto como esta mujer de ojos de agua se viese espejada en alguna parte, por el doble hueco vacío de las niñas de la imagen, iría saliendo una serpiente monstruosa, genio de las aguas, la cual causaría la ruina perpetua y extinción de los nívar”. Para salvarla y salvarse, el padre la recluyó en una cueva secreta custodiada por veintidós guerreros. “Allí fue creciendo ella en gracia y hermosura, ganándose la simpatía de todos, pues sus maravillosos ojos de berilo exhalaban destellos encantados. Tenían una belleza fatal y sonámbula, algo de reptilino, al destacarse sobre el marco canela de su cara de india. Eran como dos piedras preciosas engastadas en la morena ladera de algún picacho de la montaña de Nívar (sic)”.
Un día la anaconda hizo caer a los guardianes en un sueño profundo y la niña, ya para entonces una mujer, salió de la cueva y fue a sentarse al borde de la laguna: “La doncella miró. Veía su cara por primera vez, su gloriosa cara redonda y armoniosa, su boca tentadora, su barbilla soberbia. Pero, ¡ay, dolor!, en vez de pupilas solo notaba dos cuévanos profundos, un par de abismos por donde se asomaba el misterio del otro mundo de los Dioses Subterráneos y los Muertos”. La anaconda emergió, la arrastró al fondo de la laguna y la devoró. El cuerpo de la bestia se hinchó hasta tal punto que las aguas se desbordaron, arrasando con el pueblo nívar, y creció y creció sin parar: “Y la sierpe estalló, dando un gran coletazo, vibró, se desmadejó y quedó inerte, con la cola en Sorte, cerca de Chivacoa, y la horrible cabeza en Tacarigua, ‘donde hoy está el altar mayor de la Catedral de Valencia’. He aquí la leyenda mestiza de los lugareños de Nirgua”.
Fue así como la hermosa “Ojos de Agua” se convirtió en protectora de las aguas y la naturaleza. Otra de las muchas versiones sobre el origen de esta diosa pagana se refiere a María Alonso, una española encomendera, encargada de los indígenas en tiempos de la Colonia, en el pueblo de Chivacoa, poseedora de tal cantidad de onzas de oro que tras su muerte empezaría a ser conocida como “María de la Onza”. En todo caso, entre los años cuarenta y cincuenta, los artistas y el propio régimen político aportaron lo suyo para afianzar los rasgos indígenas del culto.
¿Era Colina uno más de los creyentes de María Lionza? Es cierto que, de acuerdo a la línea de trabajo del escultor, era lógico abordar en ese encargo algún motivo vinculado con el universo indígena, pero no queda claro si la decisión de recrear a María Lionza fue de él o si se trató de una petición específica de Pérez Jiménez.
“Cuando ves el corpus de la obra de Colina, resulta cónsono”, explica Luisra Bergolla, especializado en museología y con experiencia de dos décadas en asuntos de espacio público y ciudadanía. “Colina trabajaba el tema del indigenismo como primera resistencia al colonialismo, un discurso que se puede resumir en la exaltación de una población indígena que entregó su vida por la libertad, y eso era lo que le interesaba a Pérez Jiménez. Otra posibilidad es que Colina haya tenido en su agenda hacer una obra sobre María Lionza y aprovechara la oportunidad”. Bergolla apunta al interés político del militar y lo conecta con el actual: “El mito de María Lionza habla de nacionalismo, de indigenismo, y ese es el discurso que asumen los regímenes a los que no les gusta entregar el poder”.
“Alejandro Colina no era creyente”, aclara Carlos Colina, nieto del escultor, expresidente de la Fundación Colina, sociólogo y profesor en la Universidad Central de Venezuela. “La obra”, continúa, “coadyuvará a la proyección nacional e internacional del culto, pero de ninguna manera era la intención de su autor. Como sabemos, las obras dejan de ser de sus autores a partir de su creación y son sometidas a procesos de apropiación cultural y simbólica. A la postre, podemos decir que obra y culto se retroalimentaron positivamente”. Colina, explica su nieto, crea esta escultura “a partir del mito de María Lionza, considerado por algunos el supermito de la venezolanidad”.
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Existe otra versión de esta historia, más misteriosa porque involucra a una de las sacerdotisas de María Lionza: Beatriz Veit-Tané. La antropóloga Daisy Barreto Ramos la entrevistó en 1991 (y lo que entonces dijo Veit-Tané, quien por nacimiento se apellidaba simplemente Correa, aparece en el libro María Lionza. Divinidad sin fronteras). Al momento de esa conversación, Veit-Tané tenía sesenta y tres años y atrás habían quedado sus momentos de mayor fama, cuando entre los años sesenta y setenta hizo grandes esfuerzos por proyectar el culto a María Lionza, aprovechando una posición privilegiada. Era la bruja de políticos, militares, artistas y hombres de poder, y fue amante de un joven que por entonces comenzaba en el mundo de la canción, y al que habría ayudado con sus artes a alcanzar reconocimiento mundial: José Luis Rodríguez, el Puma, quien al convertirse al culto evangélico, se dice, renegó de ella y de María Lionza:
“Rezo para que salga del infierno en que está metida.”
Beatriz Veit-Tané es descrita en el libro de Daisy Barreto como una mujer hermosa y voluptuosa —hay fotos que lo dejan muy claro— y por eso no solo fue sacerdotisa, sino que hizo de modelo para los cuadros de María Lionza pintados por Centeno Vallenilla y, más tarde, para la estatua de Alejandro Colina: “Senos grandes, glúteos voluminosos, larga y abundante cabellera negra y labios carnosos ofrecieron a estos creadores elementos a partir de los cuales conjugan, en el simbolismo del mito, la cultura que se representa en la nación aindiada y la naturaleza personificada en los atributos femeninos, como la fecundidad, el amor y el erotismo”.
Según el relato de Veit-Tané, fueron ambos artistas, y María Luisa Escobar, pianista, compositora y cofundadora del Ateneo de Caracas, quienes le “presentaron” a la que sería su diosa: “Todos conocían a María Lionza, sabían que era América, trabajaban para ella”. El trío habría detectado en la joven modelo algo más que su belleza: sus facultades místicas, y fue Escobar quien la bautizó con su nombre de chamana, ese Veit-Tané que en lengua caribe quiere decir “sol radiante”.
“Para posar para la estatua de María Lionza sobre la danta”, recordó Veit-Tané, “yo me arrodillaba sobre dos cojines arriba de una mesa. El abdomen era muy voluptuoso, el tremendo busto, con las piernas dobladas hacia atrás, me erguía para que pudiera verse como si estuviese montada sobre la danta, que se mostrara el músculo de la pierna tenso. Eso lo hacía yo. El maestro tenía a una muchacha que se llamaba Margot, de ella tomó la cara, era una mujer mucho mayor. La llegué a conocer, tenía unos pómulos fuertes y era más larga de talle. Él tenía una fuerza en la forma de sentir…”.
Y la sacerdotisa contó más: “En esa época conocí al presidente general Marcos Pérez Jiménez, quien en una oportunidad me habló de María Lionza, que ya él conocía porque había mandado a hacer la estatua; fue un gran encuentro porque él era creyente, se sentía protegido también por Simón Bolívar”.
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—Esto está muy cambiado —le digo a Luis mientras conversamos mirando el río en un espacio libre detrás del altar mayor de Quibayo. La mañana es fresca, el ambiente plácido y en nada se parece al lugar caótico y repleto de personas que encontré hace algún tiempo y que nunca más visité cuando se acentuó su fama de inseguro.
—¿Hace cuánto no venías?
—Deben haber pasado ya unos quince años.
—¡Quince años!, ¿y cómo podías dormir? Yo paso dos semanas lejos y ando intranquilo, no puedo ni dormir…
A Luis lo acabo de conocer. En un tono amable, desde una silla en la que fuma un tabaco, me indica que por favor no entre al altar mayor con los zapatos puestos. ¿Y por qué quería entrar a este espacio? No solo para hacer fotos de todas las imágenes de María Lionza y los santos y los espíritus de las diferentes cortes de este culto sincrético, abierto, en constante expansión. Entré a hacer lo que hace todo el que visita la montaña: pedirle permiso a la reina para cruzar el puente y recorrer sus dominios.
El altar mayor fue reconstruido y ampliado entre febrero y agosto de 2020. En plena pandemia, alguien llamado Cristian Rodríguez, el Centauro, financió las obras, seguramente cumpliendo alguna promesa o como acto de agradecimiento con la señora de estas tierras y estas aguas que río abajo van.
Más que un culto, estamos ante una religión, dice la antropóloga venezolana de origen haitiano Michaelle Asencio en su libro De que vuelan, vuelan: “Los venezolanos emplean el término ‘culto’ para referirse a la devoción a la diosa María Lionza y sus cortes. Los investigadores, los creyentes y el público en general así lo denominan. Sin embargo, el estatuto de religión no debería ponerse en duda a la hora de definir esta práctica religiosa, porque María Lionza reúne los elementos necesarios para ser considerada como religión: un panteón de dioses, un cuerpo sacerdotal, un dogma (mitos de fundación, leyendas, etc.), ritos y ceremonias, lugares de culto, una simbología y un calendario ritual, elementos todos que conforman, de acuerdo con los presupuestos de la antropología, […] un sistema religioso de gran complejidad y grandes posibilidades de transformación”.
Ese sistema tiene al dios de la religión católica y a Jesús por encima de todo, luego al santoral y a los arcángeles en el nivel superior: la Corte Celestial. Casi todas sus oraciones e invocaciones comienzan con “en el nombre de Dios todopoderoso”. Y ya a partir de ahí hay un entramado de espíritus o entidades que se organizan en cortes de mayor o menor jerarquía en función de su “luz”. Estas cortes agrupan a sus personajes mediante un vínculo de pertenencia: la Corte Libertadora (Simón Bolívar y los héroes de la Independencia), la Médica (de la que forman parte los doctores José Gregorio Hernández, José María Vargas y Luis Razzeti, pero también la Negra Matea), la Corte Vikinga (sí, vikingos), la Negra, la Africana (que incluye a las deidades del panteón yoruba), la India (con Guaicaipuro como el gran jefe), la Chamarrera (curanderos y yerbateros), la Corte de los Don Juanes ( don Juan del Camino, don Juan del Dinero…) y otras más, incluyendo a la Corte Malandra (compuesta por espíritus de personas que en vida se dedicaron a la delincuencia, pero que al mismo tiempo hicieron buenas acciones por otros). Cuando se focaliza en la montaña —su reino—, el culto tiene a María Lionza como su mayor autoridad, compartida con el Negro Felipe (o Negro Primero) y el cacique Guaicaipuro: las llamadas Tres Potencias de Venezuela.
Luis es un hombre de fe. Conversador, quiere que sepas que él sabe, que conoce la montaña, los ritos, la fuerza de los espíritus. Su actitud es la de un buen anfitrión que a la vez es un maestro que comparte sabiduría: en su discurso hay referencias al espiritismo —o a la “brujería”—, a la numerología, a la santería e incluso a cierta onda new age que suena casi cinematográfica cuando dice cosas como “los elementales”.
A Quibayo llegó muy joven, en 1985, como “paciente”: lo trajeron desde Caracas para hacerle unos “trabajos” de limpieza y casi de inmediato cayó en trance, se “transportó”, se reveló como “materia” y pasó la noche recibiendo a entidades que atendieron a las personas con las que andaba.
—Caí en conciencia a la mañana del día siguiente, tenía media cara pintada de rojo y cargaba un cuchillo… Los indios… Y me quedé, nunca más me fui. Aquí tengo una casita, me casé, tengo un carrito y la gente viene y me busca para que le haga consultas y “trabajos”. Conozco todos los portales y los altares en la montaña, los pozos, las caídas de agua. A veces me llega gente que quiere hablar con María Lionza. ¡Hablar! ¡Tú sí que eres especial! Entonces me los llevo a un pozo allá arriba y les digo: siente el agua, la brisa, los árboles, ahí la tienes pues, habla con ella.
Habiendo pasado casi treinta y ocho años internado en Quibayo, Luis ha visto los buenos, los malos y los peores momentos del lugar. Por eso agradece el cambio, lo que trajo la llegada de la escultura de María Lionza. Las mejoras se empiezan a percibir apenas al entrar al pueblo de Chivacoa desde la autopista que cruza el estado Yaracuy. En la vía principal está señalizada la ruta hacia la montaña, a la que muchos llaman con el nombre genérico de Sorte, aunque tiene tres puntos de acceso o sectores: Sorte, Quibayo y El Loro (o El Oro). Siguiendo los avisos, no hay manera de extraviarse.
En la carretera que sale de Chivacoa hacia la montaña, la vía que era de tierra ahora está asfaltada. A la izquierda se ve el cerro, más allá de los sembradíos, y tras poco más de diez kilómetros de recorrido, contando desde que pisamos Chivacoa, a la entrada de Quibayo hay una nueva zona de parqueadero con postes de luz que obtienen su energía de celdas solares, la estructura de un arco, el puesto de la Guardia Nacional —también remozado y ampliado— y de inmediato el espacio con caminerías y el jardín de la plazoleta de la reina.
La estatua se alza sobre un pedestal de granito, levantado a su vez sobre una estructura circular donde se dibuja una estrella de ocho puntas, como las ocho estrellas que tiene la bandera nacional desde que Hugo Chávez la mandó modificar. Frente a ella hay dos placas, una que cita un pasaje del libro sobre María Lionza publicado por el periodista Edmundo Bracho, y otra que advierte que el presidente Nicolás Maduro fue quien trajo “a este espacio de naturaleza y espiritualidad” la escultura, tras dieciocho años “de abandono y confinamiento en un galpón” de la Universidad Central de Venezuela “sin las condiciones dignas para su presentación y exhibición”.
En esa placa, fechada en octubre de 2022, se lee también: “¡La revolución la ha liberado! ¡María Lionza es del pueblo!”.
—Todo eso lo trajo ella —dice Luis refiriéndose al asfalto de la vía, la plaza, la limpieza, la nueva sensación de seguridad—. Dicen que el traslado de la escultura fue con fines políticos, pero eso no importa: lo importante es que el bien se hizo.
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“Es una escultura caraqueña, fue diseñada para Caracas”, explica en su oficina, dentro del edificio de la Biblioteca de la UCV, Pablo Molina, director del Consejo de Preservación y Desarrollo (Copred), el departamento que tiene a su cargo el cuidado y mantenimiento de la colección artística de la Ciudad Universitaria. “Después de los Juegos Bolivarianos, estuvo entre los dos estadios. El gobierno de entonces cedió la obra a la universidad. Las modificaciones al perímetro de la UCV determinaron su reubicación en el lugar que ocupaba en la autopista y, antes de hacerlo, se solicitó el permiso del autor para mover la pieza. Tenemos registro del plano original firmado por Colina, dando su autorización”.
El encargo hecho a Colina por Pérez Jiménez se mantuvo casi en secreto. Daisy Barreto asegura en su libro que ni siquiera hubo notificación pública sobre su instalación cerca del estadio Olímpico y arroja una explicación con la que coinciden otros académicos que han estudiado la historia de esta devoción: el gobierno militar preparaba, junto con la Iglesia, las actividades por la coronación de la virgen de Coromoto como patrona de Venezuela, que se llevarían a cabo en 1952, y se evitó la molestia de incomodar a las autoridades eclesiásticas, con las que había una muy buena y conveniente relación, promocionando su participación en el culto a una diosa pagana.
Podría especularse que al terminar el evento deportivo, Pérez Jiménez perdió interés en la estatua: estaba muy atareado convirtiéndose en dictador, y entonces el escultor aprovechó para dejarla tal como la quería: “Al momento de su traslado, Colina le hizo modificaciones”, cuenta Luisra Bergolla, “sustituyó el pebetero por el hueso pélvico que sostiene en sus manos y que representa la fertilidad”.
En 1964, tras el desarrollo de la Ciudad Universitaria y la ampliación de la autopista Francisco Fajardo sobre terrenos expropiados a la universidad, la estatua quedó en una especie de islote en medio de la vía rápida y desde allí, elevada, se asentó en el paisaje urbano de Caracas, donde hasta los menos creyentes, al pasar, la saludaban con respeto desde el interior de sus vehículos.
Pese a que la escultura de Colina pasó a ser propiedad de la UCV, en realidad nunca fue bienvenida ahí. En 1943 el entonces presidente Isaías Medina Angarita encomendó al arquitecto Carlos Raúl Villanueva el proyecto de la ambiciosa Ciudad Universitaria. Villanueva concibió una obra de estilo moderno en la que se integraban la arquitectura y el arte, que fue inaugurada en 1954 bajo la presidencia de Pérez Jiménez. En la idea de Villanueva no tenía cabida una pieza figurativa como la de Colina conviviendo con artistas abstractos y vanguardistas como Alexander Calder, Jean Arp, Mateo Manaure, Fernand Léger, Victor Vasarely, Oswaldo Vigas y Jesús Soto. Con la declaración de la Ciudad Universitaria como Patrimonio de la Humanidad, hecha por la Unesco en el año 2000, la puerta se terminó de cerrar: ni la escultura de María Lionza, ni cualquier otra, puede añadirse al complejo de lo que Villanueva concibió como “la síntesis de las artes”, compuesta por 108 obras incluidas dentro del decreto.
Sometida a los efectos del sol, la lluvia y el smog, la icónica escultura evidenció signos de deterioro. En 2003, cuenta Pablo Molina, se formó un equipo multidisciplinario, en el que participaban el Copred, la Fundación Alejandro Colina y el ente oficial Fundapatrimonio, para planificar la labor de restauración y se instalaron andamios alrededor de la pieza. Pero entonces comenzó también una puja por la propiedad de la estatua, alentada desde la alcaldía del Municipio Libertador (Caracas), que decidió de forma arbitraria encargar dos réplicas de la María Lionza de Colina.
“Esas dos réplicas no deberían existir”, señala Bergolla, “son dos falsos históricos que se hicieron sin autorización de la UCV y obviamente sin autorización del autor ni de la Fundación Colina”.
Los herederos del artista, sin embargo, aspiraban a un cambio de escenario para la pieza: “La Fundación Alejandro Colina promovió e impulsó la recuperación de la obra a través de una amplia campaña mediática, uno de cuyos lemas era ‘conservación es igual a restauración y réplica’”, apunta Carlos Colina. “Partíamos de la concepción que se aplicó en Europa. La obra original se debía restaurar y trasladar a un lugar protegido o a un museo que garantizara su permanencia en el tiempo, y se editaba una réplica para colocarla en la autopista. Distintos informes técnicos dan cuenta de las condiciones ambientales adversas de la autopista, entre ellas, el traqueteo del tránsito automotor, factores que coadyuvaron a su deterioro. La campaña logró difusión amplia, diaria y multimedia y se coordinó desde el Instituto de Investigaciones de la Comunicación de la UCV”.
Nada de esto ocurrió.
El 6 de junio de 2004 la escultura se partió en dos. Por suerte, la sostuvieron los andamios, y claro que hubo quien vio en ese acontecimiento alguna señal “divina” de protesta, un mal augurio para el gobierno chavista. Dos días después, el Tribunal Supremo de Justicia dictó la sentencia 1.106 que confirmó a la UCV como propietaria de la obra.
A partir de entonces, en enero de 2005, la alcaldía de Libertador, en manos del chavismo, sustituyó la estatua original por una de las réplicas, la segunda la instalaron posteriormente en la autopista frente a la entrada de Chivacoa. La maltrecha escultura fue trasladada a un galpón vecino, a la llamada casona Ibarra, dentro de la UCV, para ser sometida a trabajos de restauración bajo la directriz del experto Fernando Tovar, Fundapatrimonio, el Copred y la Fundación Alejandro Colina, con el apoyo de Restauradores Sin Fronteras.
En 2005 la escultura ya había quedado completamente restaurada, explica Pablo Molina. Pero nunca regresó a su pedestal. El director del Copred asegura que muchas veces se planteó a la alcaldía de Libertador que coordinara el desmontaje de la réplica y la restitución de la original. “Ese es un lugar de uso público, de modo que la UCV no puede hacer nada allí, así como tampoco podía desinstalar algo que no es suyo. Y la UCV tampoco tiene la maquinaria necesaria para hacerlo”.
Transcurría el tiempo y de manera extraoficial se hablaba sobre otras opciones de lugares para emplazar la estatua, por lo que el departamento legal de la UCV solicitó al Tribunal Supremo que decidiera qué hacer con la pieza: “El TSJ emitió una sentencia que ordena restituir la escultura a su lugar en la autopista Francisco Fajardo y la UCV procedió a convocar a los dolientes y a las instituciones del Estado para coordinar ese traslado, pero la alcaldía de Libertador nunca respondió los comunicados enviados”.
Así, la María Lionza de Colina pasó dieciocho años resguardada en el galpón, en condiciones que Molina describe como “semivisible, no a la intemperie, de modo que no se puede argumentar que se encontraba en mal estado”.
A mediados de 2021 se anunció la creación de una Comisión Presidencial para el rescate de la infraestructura de la UCV. Esto es algo que debe entenderse así: el chavismo nunca ha podido conquistar una posición de poder dentro de la universidad pero, aunque es autónoma, su presupuesto depende del gobierno central y durante años la administración de Nicolás Maduro no entregó los fondos solicitados para su funcionamiento, y lo poco que entregó no lo hizo a tiempo. En 2020, por ejemplo, solo aprobó 0.97% de lo requerido. En 2021 apenas autorizó 0.27% del presupuesto, pero en agosto de ese año ni siquiera había entregado esos recursos. El grado de deterioro de las edificaciones y aulas de la UCV alcanzó niveles preocupantes y esa situación, provocada por el propio gobierno central, fue la excusa para una entrada “salvadora”, vulnerando la autonomía universitaria.
Llegaron funcionarios de alto rango, obreros y camiones de carga para hacer trabajos de refacción en diferentes edificaciones, entre ellas, la antigua casa de la Hacienda Ibarra que se conserva en un recodo poco transitado de la UCV.
Justo al lado de la casona Ibarra estaba María Lionza, encerrada.
—¿Y tú estuviste cuando sacaron la estatua del galpón de la UCV?
—No estoy autorizado para decirlo.
Responde Richard Pérez y se ríe. Al presidente de la Federación Venezolana de Espiritismo le complace el papel que juega en esta historia: es el villano de unos y el héroe de otros. Suelta cosas como “la estatua que me robé” y vuelve a reír.
—Mira, la placa ante la imagen dice que Nicolás Maduro le devolvió la libertad a María Lionza. Fue Nicolás Maduro, él es el único culpable.
Los vigilantes de la UCV alertaron sobre la desaparición de la escultura la mañana del 2 de octubre de 2022. Al lugar acudieron agentes del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas y se formalizó una denuncia por robo. Desde entonces, apunta Molina, no han recibido notificación alguna sobre el avance de la pesquisa policial.
Ni la recibirán, porque en realidad ya no hace falta. La pieza fue sacada del galpón en la madrugada de ese día. De acuerdo a un muy completo reportaje del equipo de periodistas de la Alianza Rebelde Investiga, la cargaron en un camión rojo que la transportó, cubierta con lonas, directamente a San Felipe, la capital de Yaracuy, donde, se supone, fue revisada con rayos X en un local dispuesto por la Gobernación del estado para asegurar que no hubiera sufrido daños durante el viaje de más de trescientos kilómetros.
¿Cómo entró esa gandola, a esa hora, a la UCV?, ¿cómo ingresó la grúa para levantarla y el equipo técnico y humano para el delicado trabajo de extraer y cargar la estatua sin que nadie notificara a las autoridades de la institución? La respuesta es sencilla: con poder, y quizás con la incuestionable excusa de las obras de recuperación de la infraestructura del campus.
“El 6 de octubre se hizo el desmontaje en la nueva plaza”, se lee en el reportaje de la ARI, “un trabajo que duró treinta minutos y se hizo ‘en medio de una fuerte brisa y agua proveniente de la montaña’, según narraron los habitantes de Quibayo. Hasta ese mismo día esperó el Instituto del Patrimonio Cultural para confirmar públicamente y mediante un comunicado el traslado de la obra”. El Copred ya había emitido un comunicado el día 4 de octubre informando sobre la “sustracción” de la imagen.
Ese día hubo un cruce de comunicados. La Comisión Presidencial para la Recuperación de la UCV divulgó el suyo, en el que explica que el Instituto del Patrimonio Cultural “dictó medidas administrativas urgentes de protección y conservación para salvaguardar la integridad de la escultura María Lionza, declarada Patrimonio Cultural de la Nación, a fin de restituir el derecho de las venezolanas y venezolanos al disfrute y veneración de este símbolo cultural, histórico y espiritual de Venezuela”. En su documento advierten que el único dueño de la escultura es “el pueblo de Venezuela”. El comunicado agrega: “La obra, con visibles signos de deterioro, estuvo virtualmente secuestrada sin las condiciones adecuadas para su preservación, en un lugar inaccesible para el público, impidiéndose su exhibición, en violación de los principios fundamentales de la Defensa del Patrimonio Cultural de la República”.
La Federación Venezolana de Espiritismo también respondió, vía Instagram, a la UCV: “Después de 19 años en cautiverio, hoy, ‘Día de Libertad, de Amor y de Unión Espiritual’, nuestra Madre Reina María Lionza recorre desde la ciudad capital de la República hasta su sagrada montaña en una travesía sin precedentes [sic]”.
Roraima Colina, hija del escultor, fijó posición pública en nombre de la Fundación: exigió al IPC y al Copred-UCV preservar la integridad de la obra y propuso que permaneciera la réplica en la autopista de Caracas y que la escultura original se exhibiera en un museo. Incluyó algunos párrafos esclarecedores, como para que no olvidemos de qué hablamos cuando hablamos de esta pieza: “Como obra de arte se concibió originalmente sobre la base de uno de los mitos más hermosos de la venezolanidad y que refleja nuestro mestizaje e hibridación cultural. No obstante, tiene también un carácter internacional porque se corresponde con el arquetipo junguiano de la gran madre. De hecho, es una de nuestras obras plásticas de mayor proyección internacional, con innumerables reproducciones fotográficas y recreaciones artísticas en diferentes códigos culturales. En su momento apareció en las portadas de la revista estadounidense Life, en la revista alemana Der Spiegel y en la canción homónima de Rubén Blades y Willie Colón. En su dimensión antropológica, y con una concepción americanista e indigenista, Alejandro Colina catapultó el mito que había recopilado y publicado en la revista Guarura el antropólogo Gilberto Antolínez. La imagen de María Lionza, entre muchísimas otras, se convirtió en el núcleo figurativo de la representación social de la diosa. Y se desarrolló un culto, sin intencionalidad alguna por parte del escultor, que está presente entre muchos venezolanos y que merece el respeto desde una concepción democrática de la diversidad y el relativismo cultural.
Agradecemos el afecto de los marialionceros hacia la obra y el escultor”.
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—¿Por qué tenía que ser la estatua original, si ya tenían una réplica a la entrada de Chivacoa? —le pregunto a Richard Pérez.
—Porque era la que estaba secuestrada. Si ella, de una forma espiritual, no hubiera querido venir, entonces o nos meten presos o se voltea la gandola. Si está aquí, es por algo…
Más allá de las razones espirituales de las que habla Pérez, ese “algo” por el cual la escultura de María Lionza hoy está en Quibayo es una decisión presidencial que activó al IPC, al Ministerio de Cultura, a la Gobernación de Yaracuy y a otros organismos del Estado. El reportaje de la ARI cuenta que el 6 de septiembre una comisión oficial, encabezada por el ministro de Cultura, Ernesto Villegas, y el ministro del Despacho de la Presidencia, Jorge Elieser Márquez, se trasladó a Quibayo para hacer consultas sobre el proyecto de ubicar allí la réplica de la imagen que está en la autopista de Caracas. En la zona, donde habitan más de cuarenta familias, se llegó al consenso de que preferían la pieza original.
Ese también era un viejo sueño impulsado por Richard Pérez desde la Federación Venezolana de Espiritismo. Pérez se autocalifica como el “guardián de María Lionza” y acredita ser heredero de Beatriz Veit-Tané y de otra sacerdotisa de María Lionza, Juana de Dios Martínez, dos figuras relevantes en la historia, consolidación y proyección del culto marialioncero. Veit-Tané falleció en 2021 y Juana de Dios en 2020. Cada una creó su propia asociación para reivindicar y defender de forma organizada los derechos de los seguidores de esta fe en la que se combinan elementos de la religión católica con espiritismo, magia, santería, indigenismo, umbanda y otras creencias. Ellas, cuenta Pérez, le apoyaron en su idea de una federación que aglutinara a grupos organizados de todo el país y que, luego de su formalización en 2016, con registro ante la Dirección de General de Justicia, Instituciones Religiosas y Cultos, suma a veinticuatro asociaciones con más de siete mil afiliados. Uno de sus objetivos era llevar la escultura a la montaña.
—En el cuerpo de Beatriz Veit-Tané y en el de Juana de Dios la misma María Lionza dijo lo que iba a pasar —dice presentando un argumento que demanda de quien lo escucha aceptar que la entidad María Lionza se posesionó o “bajó” a estas dos personas y habló sobre el futuro de la estatua.
Luego esgrime otro más pop, que no deja de tener su lógica:
—La canción de Rubén Blades dice que “en la montaña de Sorte, por Yaracuy,” vive la reina, no en Caracas ni en la autopista Francisco Fajardo ni encerrada en un galpón de la UCV.
Al líder espiritista también le gusta recalcar que contó con apoyos en otra instancia… de poder más terrenal:
—Nicolás Ernesto Maduro Guerra, el vicepresidente de Asuntos Religiosos del Partido Socialista Unido de Venezuela, es aliado nuestro. Gracias a él, a su papá y a su gobierno, tenemos a María Lionza aquí. Él nos ha llevado a trabajar con el gobernador de Yaracuy, Julio León Heredia. También soy asesor de varios diputados para los asuntos relacionados al culto.
Con la estatua en Quibayo no termina ese trabajo. En noviembre de 2022 el culto marialioncero fue nombrado patrimonio del municipio Bruzual, cuya capital es Chivacoa. Fue el primer paso de una meta ambiciosa:
—Estamos esperando que el gobernador cumpla su promesa de decretarlo patrimonio del estado Yaracuy, para luego solicitar que la Asamblea Nacional lo designe patrimonio del país y después acudir a la Unesco.
Formalizar esta estructura del culto fue clave para que a Richard Pérez se le abrieran puertas en los centros del poder político del chavismo, algo que exhibe en la cuenta de Instagram de la Federación, con casi veintiocho mil seguidores, y hasta en stickers de WhatsApp en los que se le ve en compañía de Nicolás Maduro Guerra.
En esa cuenta también hay antecedentes de la preparación para el traslado de la escultura. El 29 de septiembre, por ejemplo, posteó un video hecho dentro del galpón de la UCV que muestra la pieza de Alejandro Colina, acompañada de un texto que anuncia lo que vendrá: “Próximamente estas puertas se abrirán, madre reina, y volverás a tu casa, a tu amada tierra, a tu Yaracuy”. Con un hashtag: #marialionzapalamontaña.
—La UCV dice que nos la robamos, que yo me la robé —ironiza—. ¿Cómo me robo yo una imagen que mide seis metros de altura, tres de ancho y que pesa cuatro toneladas?, ¿no será que ellos me abrieron el portón y me dijeron “llévate esa vaina, que aquí no la queremos”?, ¿cómo van a decir que no sabían nada si tres meses antes yo empecé la campaña #marialionzapalamontaña y hasta se asfaltaron ocho kilómetros de la vía a Quibayo?, ¿cómo van a decir que no sabían dónde estaba la estatua si hasta hice transmisiones en vivo durante el traslado?
En su versión, a la UCV nunca le interesó la pieza.
—¿Y qué pasó? Vino una lucha política entre oposición y gobierno, “sácala pues, si eres bravo”. Eso sucedió. Y vino el IPC y constata que la imagen está deteriorada y en forma precaria en un rancho donde nadie la podía ver. Y el IPC dijo “vamos a intervenir en esta situación”, porque la dictadora de la UCV la tenía en esas condiciones.
“El IPC mandó un informe sobre el supuesto mal estado de la obra”, apunta Pablo Molina. “En capturas de pantalla… Pero en ninguna parte dice que se la van a llevar. Y, además, el mismo hecho de que la hayan instalado en Yaracuy tumba la versión de que se encontraba en mal estado”. Las cosas pudieron hacerse de otra manera, cree el director del Copred: “El Consejo Universitario debió aprobar el traslado de la pieza cumpliendo instancias y protocolos avalados por la academia. A lo mejor no son tan rápidos esos mecanismos de decisiones, pero son los que tenemos. La UCV tiene un compromiso con la ciudad y también con las sentencias del Tribunal Supremo que ratificaron la propiedad de la imagen y ordenaron su restitución en la autopista. Este procedimiento que hicieron violó la autonomía universitaria y la ley”.
Que esto forma parte de un plan mayor, es lo que piensa Luisra Bergolla, y hay elementos que sustentan su opinión. Tiene que ver con el uso de un discurso y de una posición indigenista, orientados más a la reivindicación de símbolos que a resolver los verdaderos problemas de las etnias del país: “Basta ver hechos como que le cambiaron el nombre a la autopista Francisco Fajardo, en Caracas, por Gran Cacique Guaicaipuro Jefe de Jefes, e instalaron en medio de la vía una imagen metálica del cacique. O la sustitución del León con la cruz de Santiago, que es un emblema de la ciudad desde la época de la colonia, por la figura de una india. Es todo un proceso de resemantización que apunta a una narrativa nacionalista. Y la escultura de María Lionza era un objeto de deseo… Hasta que lo lograron”.
—¿Por qué la estatua de Alejandro Colina y no una réplica? —le insisto a Richard Pérez.
—Aclaremos algo: esa imagen no es, no era, de Colina. A él le pagaron para que la hiciera, es una imagen del Estado venezolano. Ahora bien, ¿qué crees que sea mejor?, ¿qué esté aquí como patrimonio de los venezolanos o que la tengan encerrada en un galpón, llenándose de cagadas de palomas, y que ningún venezolano la pudiera ver durante casi veinte años? ¿Dónde está mejor?