Publicado en: Almendrón
Por: Sergio Ramírez
Hay una frase celebre en los mentideros literarios, que se atribuye a Carlos Monsiváis, la cual dice que Kafka no sería en México sino un escritor de costumbres; una máxima algo más que válida para toda la América Latina, donde lo extraño es lo común, lo singular en la vida cotidiana viene a ser lo ordinario, las exageraciones de la realidad no causan asombro, y los acontecimientos de la vida pública se presentan siempre con desenfreno tal, que desbordan los parámetros de la razón.
La lógica cartesiana es una pésima brújula para guiarse en ese laberinto de verdades que parecen ficciones, y viceversa, de mentiras oficiales que se asumen como preceptos sagrados, de villanos subidos a pedestales de héroes, de instituciones que son solo decorados en un escenario en el que deambulan esperpentos, y donde lo que prescribe la ley es lo contrario de lo que dicta la realidad, un abismo insondable entre lo que realmente es y lo que debe ser.
De esta contradicción permanente saca ventajas la novela, que copia tales anomalías como si fueran ficciones, y la imaginación se convierte en amanuense de la realidad, al punto de que, no pocas veces, el novelista debe rebajar estas excentricidades para volverlas creíbles en el contexto de la escritura, no vaya a parecer que los excesos son un vicio incurable de la literatura latinoamericana. Un producto exótico, desde lo real maravilloso de Alejado Carpentier y Miguel Ángel Asturias, pasado por las redomas del surrealismo, no en balde Breton creía que México era un país ambientalmente surrealista; hasta al realismo mágico de García Márquez, esos tristes trópicos donde los dictadores envejecen en la soledad de sus palacios hasta podrirse en vida, los ciclones hacen volar los barcos en los cielos de tormenta, y los aguaceros son siempre bíblicos.
Esta anomalía en estado permanente de la realidad, que toma el lugar de la ficción, ha dado pie a la novela negra latinoamericana, que saca al relato policiaco de sus reglas de origen asentadas en la tradición anglosajona, y, en general, europea, donde el punto de partida es siempre la majestad de la ley, y la inconmovible permanencia de las instituciones. Los jueces son siempre imparciales y no entienden ni de halagos, ni de bromas; los fiscales actúan implacables en la persecución de los delincuentes, los inspectores de policía conducen las investigaciones sin salirse de la norma jurídica. Al sospechoso se le leen sus derechos, se le notifica que tiene derecho a la presencia de un abogado, los interrogatorios ocurren sin violencia física, y hay un término legal para la detención preventiva, tras el cual el indiciado pasa con cargos al juez, o es necesariamente puesto en libertad.
Todo esto es lo que en América Latina sería kafkiano. Corresponde al mundo de la fantasía, más que al de la ficción. La realidad, de la cual el escritor de novela policiaca debe partir, es otra, y se halla colocada del lado contrario del espectro. Los jueces son venales, reciben órdenes políticas para fallar, y en no pocos casos las sentencias son preparadas en los despachos presidenciales, o en los cuarteles de los narcos; los fiscales son corruptos, o corruptibles, y se hallan en la planilla de alguien, un ministerio, o un cartel; los inspectores de policía no se ciñen a ninguna regla de conducta, los allanamientos de los domicilios se realizan da manera ilegal, los interrogatorios de los sospechosos son brutales, y un detenido puede permanecer desaparecido por un plazo indefinido, o no volver a aparecer nunca, puesto por sus carceleros en manos del crimen organizado para ser ejecutado de manera clandestina.
El policía de la novela negra latinoamericana se separa radicalmente del modelo europeo, el viejo detective que hace tranquila vida doméstica, almuerza en restaurantes ordinarios y toma por las tardes su calvados, como el comisario Maigret de Simenon, que se comporta pocas veces como hombre de acción, va anotando en una libreta los elementos del caso, observa bien los pericias judiciales, arma las piezas con paciencia, y lo resuelve todo en su cabeza, igual también que el padre Brown de Chesterton, o Hércules Poirot de Agatha Christie. El investigador como una ágil máquina de pensar, que al final de la trama es capaz de reunir a todos los sospechosos del crimen, sentarlos en un salón, como si se tratara del ‘five o’clock tea’, y tras explicar sus infalibles deducciones, señalar entre ellos al culpable.
El detective latinoamericano, en cambio, se acerca más al Philip Marlowe de Chandler, el solitario mujeriego, cínico y adicto al alcohol, con veleidades idealistas que cimentan su moral, a veces difusa, y pobre como una rata; o al Sam Spade de Dashiell Hammett, ambos resumidos en la figura emblemática de Humphrey Bogart, «un tipo duro y astuto, capaz de valerse por sí mismo en cada situación», según el propio Hammett, más que un infalible maestro de la lógica deductiva como Sherlock Holmes.
Es en ese mundo de penumbra moral, donde la frontera entre el bien y el mal se presenta tan difusa, y donde la corrupción se espesa entre las sombras, que el investigador curtido puede sucumbir a las tentaciones de la fortuna y a las acechanzas del poder político, o bien sobrevivir incólume, héroe terco que debe luchar contra el mal que se presenta de manera tan ubicua, tanto que puede llegar a tenerlo encima de su cabeza, ministro de justicia, comisario de policía, capo de mafia, al tiempo que rumia sus propias desilusiones, ahogándolas en alcohol y consolándose con amores baratos.
Es así que el molde clásico se rompe. El detective, inconforme y atormentado, rebelde a su modo, se sale del mundo cerrado de su propia cabeza, y deja de ser pasivamente deductivo para volverse ferozmente inductivo. El peso de la atrocidad sustituye a la deducción teórica, toda lógica se pudre, y el humor negro tiñe sus reflexiones, negro sobre negro, de manera que también se convierte en un filósofo crepuscular del desencanto político. La realidad no es sino un remedo del ideal de la ley, una exegesis falsa. Una parodia. Es de este modo que la novela negra deja su ámbito tradicional, porque la realidad deforme la arrastra hacia el realismo descarnado, para convertirse en novela política, en todo el sentido complejo que este término tiene.
El país ficticio donde las leyes se cumplen, las instituciones funcionan, y la transparencia es la regla, una vez que se hiciera real, acabaría con la novela tal como la conocemos, comenzando, por supuesto, por la novela negra. Sería cosa de empezar de nuevo.