Publicado en: ABC
Por: Karina Sainz Borgo
En sus novelas algo pasa o deja de pasar por acción fortuita. De repente, sin aviso. Para Auster todo es accidente: el del coche que deja sin familia a David Zimmer en ‘El libro de las ilusiones’, pero también es juego, por ejemplo el baseball en ‘4, 3, 2, 1’ o la magia, el cine, el ilusionismo o el doble. En su obra cobra importancia la naturaleza lúdica y azarosa implícita en el relato y sus reglas. Así lo exploró en ‘Leviatán’, en cuyas páginas el lector se asoma a la vida de un misterioso hombre, Benjamin Sachs, a través del relato que de él hace su mejor amigo y alter ego Peter Aaron.
Cargando los pedruscos de la cantera de la ficción, Paul avanzó a grandes zancadas atravesando las leyes, recompensas y castigos de la vida: desde la novela del instante hasta llegar al meollo de los mecanismos de relojería que se necesitan para crear un mundo inédito que, imitando a la vida, la reinvente. Por eso su influencia literaria penetró en todas las arenas y géneros. Se estrenó con ‘La invención de la soledad’ (1982); a ella siguieron su aclamada ‘Trilogía de Nueva York’ (1987); ‘El Palacio de la Luna’ (1989); ‘Leviatán’ (1992) y ‘Tombuctú’ (1999). Continuó con ‘El libro de las ilusiones’ (2002); ‘La noche del oráculo’ (2003); ‘Brooklyn Follies’ (2005) y ‘Diario de invierno’ (2012). Escribió también los guiones de las películas ‘Smoke’ (1995) y ‘Blue in the Face’ (1995), en cuya dirección colaboró con Wayne Wang, también en ‘Lulu on the Bridge’ (1998) y ‘La vida interior de Martin Frost’ (2007), que dirigió en solitario.
El azar o el absurdo
Sin renunciar a sus referentes más personales, y a sus mecanismos metaficcionales, Paul Auster atendió al cosmopolitismo y universalidad de sus personajes, y lo hace porque parte del kilómetro cero de lo literario: el fatum. Sus seres atienden a un destino y al mismo tiempo, intentan rebelarse, por eso son saboteados, una y otra vez, en la consecución de esa empresa. Las dos últimas novelas de Paul Auster marcan la verdadera envergadura de ese plan maestro que él decía no tener. La más reciente y última, ‘Baumgartner’, propuso una reflexión sobre la vejez, la pérdida y la memoria, a través de un profesor de filosofía y escritor a punto de jubilarse que perdió a su mujer, Anna, en un accidente 10 años atrás. En ‘4 3 2 1’ se manifiesta también la eventualidad como eje de una enorme rueda de la fortuna.
Es imposible dejar de lado cómo el menoscabo, el daño y la pérdida han marcado su vida en el último lustro y tomado parte en su ficción desde muy pronto. La muerte de su hijo, la aparición del cáncer en su vida, el ocaso como único destino posible se manifiesta en un artefacto breve y contundente como ‘Baumgartner’, ese último golpe del azar en una vida y una obra que acaban dándose la mano. Azar y absurdo se quitan la palabra en Paul Auster. Él mismo llegó a manifestar su admiración por Samuel Beckett. Lo conoció en la década de los setenta, en el café La closerie des lilas, en París. Continuaron una amistad epistolar que se transformó en una intensa comunicación entre la prosa de Auster y los conflictos existenciales del dramaturgo: lo inesperado, lo irracional, lo inexplicable.
El destino y el accidente
Acostumbrado a los grandes formatos, como ya lo demostró en ‘La trilogía de Nueva York’, en su penúltima novela, que llevaba por título ‘4 3 2 1’ (Seix Barral), el azar y lo imprevisto se despliegan con virtuosismo y cobran su ejecución técnica más perfecta. Escrita a lo largo de casi mil páginas y organizada a partir de una estructura de novelas paralelas, en ‘4 3 2 1’ narra las cuatro vidas posibles de Archie Ferguson, un chico de una inteligencia y sensibilidad excepcional que hace las veces de gran acertijo y narrador de una historia familiar, que acaba siendo nacional. Otra vez, la gran novela americana como telón de fondo.
Paul Auster relata la vida de Archie Ferguson para contar la historia de una familia que atraviesa por completo el siglo XX norteamericano: los Ferguson. Todo comienza con un error administrativo; nimio, pero no por ello menos dramático. Cuando el abuelo judío, la primera rama de los Ferguson, llega a Nueva York desde Minsk, en 1900, el funcionario de migraciones le pregunta su nombre. Él le contesta, en yidis, «Ikn hon fargessen» (lo he olvidado). El funcionario apunta Ichabod Ferguson. Literalmente. Porque todo suceso, por irrelevante que parezca, tiene consecuencias. Otra vez, el azar, el accidente.