Por: Adriana Bertorelli
Las casualidades, o pequeños milagros cotidianos, funcionan más o menos así:
Te escribes con alguien con quien sientes un cariño único y entrañable. Alguien con quien, a pesar de que nunca han sido demasiado cercanos, te unen hilos invisibles de afectos y gustos compartidos.
Esa persona que vive en otro país, en otro continente, con otro huso horario, suelta al despedirse «a lo mejor un día te sorprendo». Piensas en lo bonita que sería esa sorpresa, si es que realmente es esa, la que estás imaginando mientras sonríes.
Dos días después sales agotada de la cafetería y estás tan cansada que te sientas, por primera vez en 8 horas, en un murito cercano antes de seguir caminando a tu casa. Contestas dos mensajes. Haces un movimiento en la partida de Scrabble, respiras el otoño y sigues caminando.
Te vuelves a sentar por segundos en otro murito. Ese día, durante horas y por esa misma avenida, se ha corrido un maratón. Hay sol y sonríes por eso. Cuando llegas a la avenida grandota se pone el semáforo de peatones en verde. Cruzas distraída…
De pronto ves, justo delante de ti, a alguien parecidísimo a esa persona tan querida con quien te has estado escribiendo hace solo un par de días. Pero no, no puede ser esa misma persona porque vive lejos, en otro huso horario. Decides adelantarlo porque va conversando…
Y tal vez de espalda se pueda confundir con alguien más, pero si hay algo que es imposible de confundir de esa persona es su voz, así que quieres oírlo hablar.
Adelantas y sonríes porque sí es, y están los dos contentísimos, dándose abrazos igual de sorprendidos porque justo ha llegado la noche anterior (evidentemente tú no lo sabías) ni él sabía que esa era tu ruta, tu trabajo, tu casa, tu vida, y él solo estaba caminando a buscar un taxi.
Y así, como dije antes, funcionan los pequeños milagros cotidianos. Si yo no hubiera estado tan cansada y me hubiera sentado en aquel murito ni en aquel otro, si no hubiera contestado los dos mensajes ni hubiera jugado esa palabra en Scrabble, si el semáforo no se hubiera puesto en verde justo en ese momento, si él hubiera agarrado el taxi en cualquier otra esquina de Madrid (o de cualquiera otra ciudad), ese abrazo, esas sonrisas, esa sorpresa, esa casualidad de milagro pequeñito, jamás hubieran llegado a su puerto, a su alma, a su destino. The end.