Publicado en: Heraldo de Aragón
Por: Irene Vallejo
Un día de calor asfixiante a orillas del Ebro.
La lucha por el poder en Roma ha llegado hasta Hispania. En la Península, dos poderosos ejércitos buscan la rendición del otro. Julio César consigue que su enemigo abandone las murallas de Lérida camino de la actual Mequinenza.
Casi al final de la ruta corta el paso a las tropas, dejándolas encerradas en unas ásperas colinas, sin agua. Incluso el acceso a las acequias y los pozos está cortado. El sol brilla febril en un cielo inflamado. El calor reverbera por todas partes y quema como combustible encendido. Los soldados que han caído en la trampa miran a su alrededor guiñando los ojos cegados. Empiezan a cavar, primero con picos de zapador, luego con sus espadas, a la desesperada, buscando entre las arenas el más pequeño hilo de agua, pero solo consiguen sudar y ahondar en el terror de la sed. Si les parece notar humedad, exprimen los terrones contra sus labios. Mastican hierbas y hojas, tratando de sacar algún jugo. Sus bocas resecas se van quedando rígidas, las lenguas ásperas. Se les contraen las venas, los pulmones se comprimen. Su respiración profunda hace que les duela el paladar agrietado. Sin embargo abren la boca y sorben el aire caliente. Se quedan mirando las nubes secas. Luego bajan la vista hacia el valle. Están encerrados en una zona de collados entre el Segre y el curso rápido del Ebro. Desde su posición pueden ver los ríos vecinos pero no alcanzarlos.
Las tropas, acorraladas y sin provisiones, se entregan a Julio César. No han llegado a combatir. Un día de calor asfixiante a orillas del Ebro en el año 49 a. C.