Una carta para Paulina - Diego Arroyo Gil

Una carta para Paulina – Diego Arroyo Gil

Hace dos días, al enterarme de que Paulina Gamus había muerto, me vino como un relámpago la escena del encuentro con Omar Pérez, el Compañerito, y, en medio del pesar y de la gratitud, caí en cuenta de que nunca le mencioné ese encuentro a ella

Publicado en: Runrunes

Por: Diego Arroyo Gil

–¡Omar Pérez, el Compañerito! –exclamó ella, con sorpresa y alegría.

–¡Paulina! –respondió Omar y soltó una de sus contagiosas e inolvidables carcajadas.

Estábamos en un pasillo de El Nacional, en Caracas. No de El Nacional de Puerto Escondido, en El Silencio, la llamada “vieja sede”, sino del de Los Cortijos de Lourdes, “la nueva”, adonde el periódico se había mudado hacía un tiempo. Quiero decir, éramos el mismo país y a la vez otro.

Omar Pérez tenía entonces más de ochenta años y era un colega legendario, el carnet No. 2 del Colegio Nacional de Periodistas. Había trabajado en El País, en El Universal y, entre otras cosas, había sido jefe de Informaciones de El Nacional en la época de Miguel Otero Silva. Era un hombre de una simpatía que rozaba el júbilo existencial, en serio. Sano del alma hacia fuera. Conocía a más gente y más intríngulis que el sempiterno doctor Velásquez, lo cual es mucho decir. Y se había ganado el mote de Compañerito a raíz de que, durante la dictadura de Pérez Jiménez, para despistar a los esbirros de la Seguridad Nacional, que andaban cazando “compañeros” adecos en la clandestinidad, Omar se dio a la tarea, genial y valiente, de llamar a todo el mundo de esa manera: “Compañerito” esto, “compañerito” aquello, de modo que adeco podía ser cualquiera o ninguno.

Él estaba retirado. En todo caso, ya no ejercía de reportero. Pero escribía, y escribía divinamente, razón por la cual Simón Alberto Consalvi le había encargado que hiciera la biografía de Wolfgang Larrazábal y yo era su editor. Íbamos por aquel pasillo de El Nacional precisamente en dirección a la oficina de Consalvi cuando apareció Paulina.

–¡Omar Pérez, el Compañerito!

–¡Paulina!

“¿Paulina?”, me dije, mientras los veía abrazarse. Que yo supiera, solo había una Paulina en Venezuela, por más que hubiese otras mujeres que se llamaran así. Yo tenía un vago recuerdo de aquella figura –televisivo, sin duda–, pero ese vago recuerdo traía consigo algo muy bien definido, y era aquella prestancia extraordinaria que inequívocamente me hizo confirmar que se trataba de Paulina Gamus.

–Mucho gusto. –Y nada más. Tras una breve conversación con el Compañerito, de la que no retuve ningún detalle porque lo único que hice fue observar a Paulina sin sonido, ella siguió su camino y nosotros el nuestro. Desde luego, el encuentro espoleó a Omar, que de inmediato se largó a recuperar historias de la democracia que eran prueba de lo afortunados que habíamos sido de tener en la política a Paulina Gamus. Que Omar fuese adeco, adequísimo, incluso, no empañaba su opinión sobre la compañera. En el país había un consenso de casa y plaza, digamos, con respecto a la honradez y la dignidad con las cuales la dama en cuestión había participado en nuestros asuntos públicos.

En el entretanto de los años posteriores a aquel encuentro, Paulina y yo nos conocimos de veras. No sé cuándo, gracias a Elisa Lerner, iniciamos un intercambio epistolar que se prolongó hasta que, un día, nos reunimos en persona para una entrevista de prensa. Qué primorosa. Paulina acababa de sobrevivir a un covid muy agresivo, por el cual habían tenido que hospitalizarla, y, pese a ello y sus secuelas (caminaba con un bastoncito, a veces le faltaba el aire), estaba de punta en blanco, como siempre, y transmitía la misma entereza resolutiva, elocuente y enérgica que era su signo.

Mientras conversábamos, pero sobre todo mientras la miraba conversar, mientras la observaba decir lo que decía sobre el país –sobria, directa, humana, afectuosa, irónica, en ningún momento patética aunque el asunto diera para el patetismo–, confirmé para mí algo que no le comenté. Me parece que habría sido un incordio en la dinámica, en ese caso, periodística. Confirmé que Paulina era un ejemplo, visto el ejemplo como un modelo de comportamiento que una persona, queriendo o sin querer, deja inscrito en una sociedad como ideal de ciudadanía.

Líneas atrás, usé la palabra prestancia para referirme a una propiedad que hacía reconocible a Paulina. Quería indicar que ese porte era una ética, que en ella las formas remitían a la calidad interior que las producía. Y decíamos: “Qué bien puesta”, “Pasan los años y Paulina Gamus sigue siendo Paulina Gamus”. Nos transmitía una lección… Durante estas décadas en que el país venezolano ha sido asediado por la pulsión destructiva de la fealdad, por el afán de demolición de todos nuestros recursos para la convivencia, ella estuvo siempre allí, jubilada de la política activa mas no de la vida política; participando, sin aspavientos, en la deliberación pública a través de la prensa escrita, la radio, etcétera. Además, escribió un libro, Permítanme contarles, en el que no escurrió el bulto a la hora de reflexionar sobre los yerros de su generación y de su propia carrera. Con humor, siempre con un envidiable sentido del humor, mordaz, nunca vulgar ni ofensivo.

Sí, durante estas décadas, Paulina siempre estuvo ahí. Y tan valioso como lo que hacía para estar era la estampa con la que estaba. Un aire como de tenemos un compromiso con nosotros mismos y con el lugar al que pertenecemos, e insistimos en cumplir. No era una pose petulante. Porque no era una pose. Paulina era así.

Nuestro eventual intercambio epistolar continuó tras la entrevista. Era imposible que no fuese así si, para asegurarlo, contábamos con Elisa Lerner, que era como Madame de Sévigné, asidua al correo, tanto al que es entre dos como al coral.

No me gustaría que ahora, por las ausencias, cesaran los despachos.

Hace dos días, al enterarme de que Paulina había muerto, me vino como un relámpago la escena del encuentro con Omar Pérez, el Compañerito, y, en medio del pesar y de la gratitud, caí en cuenta de que nunca le mencioné ese encuentro a ella. Y no me gustó no haberlo hecho. Y entonces me senté a escribir porque tenía algo que contarle. Que contarte, estimada señora.

 

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