Publicado en: Clarín
Por: Gustavo Valle
En la novela de Hisham Matar, Solo en el mundo, Solimán, un niño de 9 años, observa cómo su mamá y su tío queman los libros de su padre. Para protegerlo de las llamas, Solimán logra esconder el cuaderno en el que su padre registra sus sueños.
Más tarde, cuando llega el padre a casa para tomar algo de ropa y huir enseguida, Solimán le cuenta que su mamá y el tío quemaron sus libros, pero le dice que pudo salvar el cuaderno de los sueños. El padre lo ignora y agradece a su esposa y hermano que hayan quemado sus libros, y a Solimán le dice que el cuaderno de los sueños también debe ser arrojado a las llamas. Se marcha a toda prisa, justo antes de que los esbirros aparezcan.
Esto ocurre en la Libia de Muamar Gadafi, pero perfectamente podría ser la Venezuela de hoy, donde se persigue, secuestra y encarcela, aunque no haga falta quemar libros; suficiente con asfixiar la economía, haciendo casi imposible su producción.
Muy pocas librerías sobreviven en el país y un puñado de editoriales independientes resisten de manera heroica. Hoy en día el panorama del libro en Venezuela es un desierto. Como tantos venezolanos, los escritores emigraron en busca de mejores condiciones, y también lo hicieron los sellos editoriales. Una gran parte de la literatura venezolana actual se escribe y se publica fuera de Venezuela.
He sido testigo de la participación del país en la Feria del Libro de Buenos Aires. Años atrás Venezuela contaba con un stand propio dedicado exclusivamente a las editoriales del estado: Biblioteca Ayacucho, Monte Ávila, Fundarte y el Perro y la Rana. La participación incluía actividades con escritores que viajaban con gastos pagos desde Venezuela y que, más que leer sus obras o difundir la literatura, se dedicaban a hacer propaganda –casi siempre eran funcionarios.
Un día asistí a una esas actividades y pude constatar que los participantes dedicaron la mayor parte de su tiempo a elogiar al Presidente y al Ministro de Cultura. Con los años, esas actividades desaparecieron, y el stand fue reducido a su mínima expresión y compartido con Cuba, donde se repitió el mismo guion: más que un espacio de promoción cultural, era una eficaz usina de proselitismo.
Tras la emigración masiva, los libros de muchos autores venezolanos empezaron a publicarse fuera del país. En España, Estados Unidos, Chile, México, Argentina. Y este país ha sido particularmente generoso en esto. A riesgo de ser autorreferencial, lo ilustraré con un ejemplo propio.
Tengo cuatro libros publicados en Argentina en diferentes editoriales, pero me detendré en uno editado por El octavo loco y Milena Caserola hace algunos años en la colección Exposición de la Nueva Narrativa Rioplatense. “A ver, –le dije a los editores–, yo soy venezolano y esta es una antología rioplatense”. Pero ellos, con una hospitalidad que jamás olvidaré, respondieron: “vos vivís acá, tu hijo nació acá, vos sos de acá”.
De modo que somos muchos los que estamos fuera del país y escribimos, y resistimos y tenemos nuestro cordón umbilical sano y flexible que nos ata a nuestra tierra a pesar de los años fuera de ella y nos hace vivir con dolor e impotencia situaciones como las de ahora.
No es necesario entrar en detalles, pues Argentina también ha sido generosa con la cobertura que han brindado los medios a la situación venezolana. Sólo voy a decir que de un gobierno que se autodenomina “unión cívica, militar y policial perfecta”, no podemos esperar educación, cultura y libros, sino represión y embrutecimiento.
En un artículo publicado en la revista Combat, Albert Camus, dijo: “Todo lo que constituye la dignidad del arte se opone a un mundo así y lo rechaza. La obra de arte por el solo hecho de existir niega las conquistas de la ideología”. Camus hablaba del rol del artista en el comunismo de los años 40, pero sus palabras son útiles para el caso venezolano, salvo por una diferencia: en Venezuela la dimensión ideológica ya no es argumento ante la evidente violación de los derechos civiles, electorales y políticos. Las nociones de izquierda y derecha dejaron de tener sentido, o son instrumentalizadas para justificar una barbarie, donde pretenden convertir la muerte en una estadística.
En su novela La ignorancia, Milan Kundera nos recuerda que en los años 50 y 60 a los emigrados de los países comunistas se los veía con sospecha. Para los franceses de la época el único verdadero mal era el fascismo de Hitler, Mussolini, la España de Franco o las dictaduras de América Latina. Recién durante los años 70 reconocieron poco a poco el comunismo también como un mal. Aunque –lamenta Kundera– un mal de grado inferior, un mal número dos.
Es absurdo tener que repetirlo: no hay dictaduras buenas o malas. Todas son condenables. Las de derecha y las de izquierda. Todas se atribuyen épicas extraordinarias, todas se disfrazan de pueblo. Pero si algo nos enseñó el siglo XX y lo que va del XXI es que no importa qué máscara lleven puesta, tarde o temprano operan igual: persiguen, censuran, mienten matan, asfixian. Y también queman libros. Aunque a veces no haga falta verlos arder, basta con intimidar a quien los escribe, hacer imposible que se publiquen o entorpecer su circulación.
La democracia, como decía Joseph Brodsky, es ese punto intermedio entre la pesadilla y la utopía, el sistema político que menos obstáculos impone al individuo. Sólo a eso aspiramos en Venezuela.
Y el cuaderno donde atesoramos nuestros sueños, al igual que el cuaderno en el que registraba los suyos el padre de Solimán, lo protegeremos celosamente de las llamas y de los ejércitos, y lo seguiremos escribiendo contra viento y marea, como el árbol que resiste el vendaval.