“Estatus: Venezolano”, un nuevo documental del cineasta de ProPublica Mauricio Rodríguez Pons, sigue a una familia que intenta conservar su estatus legal mientras el gobierno de Trump apunta a los venezolanos en su ofensiva contra la inmigración.
Publicado en: ProPublica
Era una tarde fría de enero, apenas una semana después del regreso del presidente Donald Trump a la Casa Blanca, cuando conocí a Yineska, una madre venezolana que llevaba casi dos años viviendo en Estados Unidos. La elección de Trump, me dijo, la había puesto en un aprieto. En su primer día de vuelta a la presidencia, Trump eliminó por medio de una órden ejecutiva el programa humanitario de permanencia temporal o parole humanitario, que le había permitido a ella, sus hijos y más de 100,000 venezolanos llegar al país en los últimos años. Temía que su nueva vida, que había construido con tanto esfuerzo, empezara a desmoronarse.
Fui a su casa y hablamos durante horas en su pequeña cocina. Me habló sobre sus dos hijos, Sebastián y Gabriel, y sobre Eduard, su pareja, quien trabajaba como cocinero en un restaurante en Doral, una ciudad al lado de Miami, en el estado de Florida. Me describió lo difícil que fue dejar atrás a su familia y su pequeño negocio en una ciudad próspera de Venezuela, ahora devastada por años de declive económico. El viaje hacia Estados Unidos fue agotador. A Yineska, sus hijos y un sobrino les tomó casi siete meses cruzar el peligroso Tapón del Darién y, posteriormente, México, antes de reunirse con Eduard en Miami.
Lograron alquilar un lugar seguro para vivir en las afueras de Doral, encontraron trabajo e inscribieron a los niños en la escuela. El hijo mayor de Yineska estaba emocionado con la posibilidad de obtener el título de bachiller en Estados Unidos. Luego, con solo una firma, el presidente amenazó con quitarles la estabilidad que por fin comenzaban a construir. Pude escuchar el miedo en su voz mientras hablábamos.
Me acerqué a Yineska porque sabía que no era la única. Soy periodista y cineasta venezolano en ProPublica, y me mudé a Estados Unidos hace casi una década. Tuve la suerte de llegar con una visa que me permitió trabajar legalmente.
Al observar la segunda campaña presidencial de Trump, presentí lo que podía venir. Su regreso al poder pondría a muchos venezolanos recién establecidos en Estados Unidos entre dos nubarrones: un gobierno estadounidense volviéndose en su contra y un régimen represivo en casa que no ofrecía un buen futuro. Muchos de mis amigos venezolanos veían algo muy diferente. Creían que el retorno de Trump sería una bendición para nuestra comunidad, que expulsaría solo a quienes habían traído problemas y protegería al resto.
Cuando me fui de la casa de Yineska esa primera noche, escribí en mi cuaderno: “Esta es una buena familia. Una familia trabajadora. Ellos representan a los muchos venezolanos que vinieron aquí buscando seguridad y oportunidades ―y, en muchos sentidos, también me representan a mí―. En su historia vi la posibilidad de mostrar la ansiedad silenciosa que ha crecido en algunos rincones de Doral ante la idea de que la sensación de seguridad encontrada en Estados Unidos puede desaparecer de un día para otro.
Doral es el corazón de la diáspora venezolana en Estados Unidos. Cerca del 40% de quienes viven aquí emigraron de mi país para escapar del profundo colapso económico, político y social que ha sufrido durante los casi 12 años de Nicolás Maduro en el poder. Su régimen autoritario y el derrumbe de la economía han obligado a casi 8 millones de personas a huir, la mayoría hacia otros países de América Latina y el Caribe. Es el mayor desplazamiento masivo en la historia reciente del hemisferio occidental.
Cuando llegué a Estados Unidos, la mayoría de los latinos enfrentaban las primeras oleadas de la retórica antiinmigrante de Trump. En ese momento, Trump llamaba a los mexicanos “bad hombres”. Los venezolanos, en cambio, no eran vistos de forma negativa. Trump asumió una postura dura contra Maduro, impuso fuertes sanciones económicas para debilitar su control autocrático. Esa línea le hizo ganar amplio apoyo entre los exiliados venezolanos en Estados Unidos, especialmente en el sur de Florida y en la ciudad de Doral. En los últimos días de su primer mandato, Trump reconoció el peligro al que se enfrentaban los venezolanos de ser obligados a regresar, y firmó un memorando que los protegía temporalmente de la deportación.
En los años siguientes, el presidente Joe Biden abrió varios caminos temporales para que más de 700,000 venezolanos vivieran legalmente en los Estados Unidos. Su gobierno otorgó parole humanitario a cubanos, haitianos, nicaragüenses y venezolanos, como Yineska y sus hijos, lo que les permitió vivir y trabajar en el país por hasta dos años si superaban la verificación de antecedentes criminales y conseguían patrocinadores en Estados Unidos. También amplió el Estatus de Protección Temporal (TPS) para venezolanos que ya vivían aquí, para evitar que fueran enviados de vuelta a una Venezuela inestable. Y les otorgó permisos de trabajo.
Después de obtener parole humanitario e ingresar a Estados Unidos en abril de 2023, Yineska y sus dos hijos se trasladaron a Florida para reunirse con Eduard. Él estaba en Miami y había solicitado el TPS. El sobrino que viajaba con Yineska solicitó asilo. Todos ingresaron y vivieron de manera legal en Estados Unidos.
Aun cuando algunos venezolanos se beneficiaron de las políticas de Biden, muchos otros estuvieron entre los latinos que argumentaban que la administración estaba dando un trato preferencial a los solicitantes de asilo y no estaba verificando a detalle a quienes entraban al país. Decían que la supervisión laxa había permitido que criminales, incluidos miembros de la pandilla venezolana conocida como Tren de Aragua, entraran a Estados Unidos. También querían que Biden tomara una postura más fuerte contra Maduro. En 2024, el voto venezolano-estadounidense ayudó a que Trump ganara ampliamente en el condado de Miami-Dade.
Desde el regreso de Trump a la Casa Blanca, esa lealtad ha sido sacudida. Su gobierno ha puesto a los venezolanos en el centro de algunas de sus operaciones más dramáticas y punitivas. En febrero, el gobierno federal mandó a más de 230 venezolanos a una prisión de máxima seguridad en El Salvador, donde algunos de los hombres describieron haber sido golpeados e insultados. La administración los calificó de “los peores de los peores”.
Mis colegas descubrieron que el gobierno estadounidense sabía que la gran mayoría no había sido condenada aquí por ningún delito. Sus propios datos oficiales indican que, de los 32 hombres con condenas, solo seis habían cometido crímenes violentos. En respuesta a esos reportajes, Abigail Jackson, vocera de la Casa Blanca, afirmó: “Estados Unidos está más seguro con ellos fuera de nuestro país”.
Al mismo tiempo, el gobierno de Trump ha intentado poner fin a las protecciones legales para familias como la de Yineska. La secretaria de prensa de la Casa Blanca, Karoline Leavitt, dijo en abril que el TPS “solamente debía usarse en tiempos de guerra, tormentas o destrucción en los países de origen de esos migrantes. Fue completamente abusado”.
“Es como si estuvieras parada sobre una alfombra que te la quitan de repente y te caes”, me dijo Yineska durante una de nuestras conversaciones en su cocina. Para familias venezolanas como la suya, esa idea de un “alivio temporal” parece desconectada de la realidad. Han seguido las reglas y han imaginado un futuro para sus hijos. Decirles que su seguridad tiene fecha de vencimiento mientras su país sigue sumido en la misma crisis de la que huyeron —y ahora en la mira del ejército estadounidense— es una contradicción dolorosa.
Los venezolanos con quienes hablé, incluyendo a Yineska y Eduard, me dijeron que los migrantes que rompen la ley deben enfrentar consecuencias, pero los que siguen las reglas deberían tener la oportunidad de quedarse. Y aunque enfrentan la ofensiva de Trump, muchos siguen aplaudiendo su dura postura contra Maduro, porque ven una chispa de esperanza de que Venezuela pueda finalmente moverse hacia un futuro más prometedor, algo con lo que todos los venezolanos —incluyéndome— soñamos. Pero el futuro se oscurece para quienes viven en Doral con estatus temporal. Veo el impacto todos los días. Los restaurantes están menos llenos. Hay más apartamentos disponibles para rentar. La energía que antes definía a esta comunidad ya no es la misma.
Ahora, soy ciudadano estadounidense, pero este logro se siente agridulce cuando veo a los amigos empacar sus pertenencias para buscar oportunidades en otros países. Pocos planean volver a Venezuela.
Mientras la administración endurece el control migratorio sobre personas como Yineska y su familia, ellos temen que un día también puedan verse obligados a hacer las maletas. Mi nuevo documental, “Estatus: Venezolano”, los sigue mientras sopesan el miedo y la esperanza de seguir luchando por la vida que han construido aquí.





