Es muy difícil vivir en Venezuela. Cada día más resulta cuestarriba cerrar el día sin contabilizar pérdidas sociales, económicas, financieras y/o morales. Eso hace que en la sociedad comiencen a desatarse los demonios. La paciencia va esfumándose. La gente, ya sin distingos de estrato social, está harta de un gobierno que la somete a este estado patético de las cosas. Es una obviedad decir que este país cayó en manos de un ejército de ocupación que pisotea sin miramiento alguno los derechos consagrados en la Constitución. De hecho, es el régimen el que pisotea la carta magna. De allí que Almagro, Secretario General de la OEA, un hombre al que no se le van los tiempos, suene tan elementalmente lógico cuando advierte que los problemas de Venezuela podrían solventarse no si el gobierno aceptase sentarse a dialogar, sino si el gobierno hiciese algo tan simple como respetar la Constitución votada en 1999 y refrendada en 2007. Parece un tonto juego de palabras. Pero no lo es. No sólo Maduro y su cohorte ignoran olímpicamente los mínimos e inviolables conceptos y preceptos que rigen a cualquier sistema democrático, los cuales priman en ese libro de normas máximas que bautizaron con el indigno nombre de «la bicha».
Van mucho más allá al despreciar a todo aquel que discrepe, difiera o disienta, ignorando incluso el ya innegable hecho de haber dejado de ser mayoría. Si por definición y diseño la democracia es el gobierno de las mayorías con prístino respeto por las minorías, la tortilla en Venezuela se ha volteado. Ahora tiene un gobierno de minorías con feroz odio por las mayorías.
No creo haber conocido jamás un gobierno venezolano tan desconectado de la realidad y tan conectado al absurdo. Si Chávez fue el artista del manejo de la oclocracia, Maduro, sin capacidad de convocatoria, sin piso político, sin apoyo popular, es un hombre que semeja a un gato guindado de lo alto de una cortina.
Ya no es ni siquiera un asunto de interpretaciones. El gobierno vive en un turbio espejismo. No ve la verdad de los hechos, sino la fantasía de los deseos, de su adicción al poder. Así, cree que lo que ocurre es una crisis pasajera, un impasse transitorio; siente que le ha tocado atravesar un desierto pero jura que esa escena que imaginariamente adivina allá en la lontananza es un oasis. No sé da cuenta que las alforjas de su camello están secas. Que el camello ya está en fase de colapso. Y que no importa cuánto quiera pintar las cosas color esperanza, las cosas son como son. No existe el oasis. Y come arena.
En constantes actos de torpeza supina, los poderes ejecutivo, judicial, ciudadano y electoral se han aislado en un nube roja. No pueden dialogar con la sociedad. Desde las alturas de esa nube ven a Venezuela y a los venezolanos con la mirada despectiva de quienes se sienten superiores. Los ciudadanos fueron útiles para encaramarse en el poder, para enchufarse en privilegios y prebendas. Para nada más. Si pudieran deshacerse de esos millones que se quejan y protestan, lo harían sin vacilación. Para ellos estamos de más, sobramos. Somos peso muerto. Hasta ese nivel de disparate han llegado en su ejercicio de descarada inmodestia. Que la población sufra penurias y calamidades infinitas, que niños mueran por falta de medicamentos, que ancianos no consigan aguantar el llanto porque el dinero que reciben no les alcanza, todo eso y tanto más a los jerarcas del régimen les rebala por la pendiente de la indiferencia. Están desconectados.
Indiferencia. Uno de los más atroces pecados. Porque la indiferencia es desprecio en su máxima manifestación. Y es generadora de infinitos daños.
Venezolano que sea indiferente a lo que está ocurriendo quizás deba ir entendiendo que está en el camino de perder el derecho a ser venezolano. No existen derechos sin correspondencia de deberes. Esto digo, aunque les moleste a muchos en ambas aceras del conflicto.