Usar el cerebro – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Cuando yo era jovencita estaba de furor Julio Iglesias. No había lugar donde no sonaran sus canciones. Una de ellas decía «la vida sigue igual». Pues en Venezuela la vida no sigue igual. No hay nada de normal. Ni lo grande ni lo chiquito. Es realmente sorprendente que algo funcione. Todo es, digamos, intermitente, escaso, inexistente, carísimo, de deteriorada calidad. Y eso va desde cualquier tipo de servicio público hasta el más mínimo objeto que podamos necesitar en cualquier rubro.

Sobre Venezuela, como un gigantesco manto, hay un letrero en el cual se lee: «Es la economía». En el régimen, a saber,  en los palacios y cuarteles, en las oficinas ministeriales, en PDVSA, en el BCV, en la insconstitucional e ilegal Constituyente y tan largo etcétera nadie ve el letrero. Lo ven, con diafanidad, millones de ciudadanos. Comienzan, finalmente, a verlo (o a darse por enterados) varios gobiernos y legisladores de otros países. Eso ha costado. Ha sido necesario más de 200 mil muertos, el colapso de la economía, tres millones de venezolanos comiendo de la basura, una represión dantesca, una muy peligrosa emigración de personas hacia países que no tienen interés alguno en recibir oleadas de refugiados. Ah, también, ha sido necesario para que entendieran afuera la gravedad de las cosas que circularan fotos y vídeos que dan cuenta del estado catastrófico del sistema de salud. Y, mucho más importante, que se detectara la monumental cantidad de dinero robado y producto del narcotráfico.

Que los tiempos de la diplomacia, del derecho y de la religión no se miden con los mismos relojes y calendarios que los tiempos de la vida del ciudadano del común, eso lo sabemos. Y sabemos también que eso es pobre excusa para haberse hecho la vista gorda y haber permitido, que se estableciera el «dejar hacer, dejar pasar».

Venezuela fue un país, fue una nación, fue una república. Fue, por cierto, muy atractiva para muchos que vieron en ella espacio para magníficas oportunidades que les resultaron muy rentables. Del «cómo me meto ahí» hemos pasado al «cómo me salgo de ahí». Apelar al nacionalismo es, cuanto menos, una estrategia poco atractiva. Porque, digamos, que la responsabilidad de ser un espacio progresista, interesante, provocativo, es de nosotros, los venezolanos. Haber dejado de serlo es, también, nuestra responsabilidad. Lo único que, quizás, pueda reclamarse a gobiernos extranjeros y organismos internacionales es el haber ignorado las miles de voces de alerta, las alarmas que soñaron con suficientes antelación. Hay que comprender que en la región había un virus compartido. Hoy varios países vuelven a respirar, claro está cargando con los desastres cometidos por la ristra de gobernantes claramente autoritarios. Es el caso de Argentina, en menor medida Brasil y, apenas atisbando sensatez, el Ecuador librándose de la égida de Correa y bajo el gobierno de Moreno, quien luce como un hombre menos reaccionario y bastante más orientado hacia el ejercicio de algún tipo de sistema democrático. Los pases somos, en definitiva, responsables de nuestros errores y faltas. Pero los organismos internacionales deben dejar de ser clubes de presidentes amiguetes y entender que su función debe ir mucho más allá de ser entes cuya única utilidad es suministrar estadísticas poco confiables.

Venezuela es un avión haciendo una travesía para la cual no tiene suficiente combustible. Los pilotos pueden abortar la ruta y buscar de inmediato un aeropuerto cercano en el que aterrizar de emergencia. Pueden creer que, deshaciéndose de carga y pasajeros, el escaso combustible rendirá para llegar a ese destino absurdo. Pueden suponer que algún avión nodriza los va a auxiliar, sin entender que el avión no tiene la tecnología para cargar combustible en vuelo. Pueden creer, heroicamente, que serán capaces de amarizar y que algo quede vivo. O hacer algo mucho peor: insistir en la ruta y lanzarse en paracaídas un tiempito antes de la inevitable caída mientras dejan a los pasajeros en una inmensa urna voladora.

Cuesta entender cómo hay quienes no quieren usar el cerebro.

Soledadmorillobelloso@gmail.com

@solmorillob

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