Publicado en: El País
Por: Ibsen Martínez
Mientras escribo estas líneas llega la noticia de otra matanza a manos del Ejército venezolano
El Amparo de Apure es una población venezolana, fronteriza con Colombia, apenas un puntito en el confín suroccidental de nuestro mapa. Puede decirse que El Amparo es hoy un pueblo fantasma, en gran medida como secuela de una masacre registrada en un cercano caño del río Arauca, en octubre de 1988.
Una fuerza conjunta de efectivos policiales y tropa de élite del Ejército venezolano asesinó fríamente, una madrugada, a 14 pacíficos pescadores fluviales. La matanza fue presentada luego por los encubridores altos mandos del Ejército venezolano como saldo de un combate entre las Fuerzas Armadas y presuntos guerrilleros colombianos infiltrados en nuestro territorio. Solo dos pescadores se salvaron de morir acribillados.
Aún se recuerda la denodada lucha por hacer prevalecer la verdad de lo ocurrido protagonizada por los dos únicos sobrevivientes, dos humildes e indefensos pobladores de El Amparo cuya ordalía suscitó una ola de simpatía y solidaridad que, milagrosamente, logró ponerlos a salvo de cualquier fatal represalia.
Para ello fue preciso, entre muchas otras providencias, el asilo brindado a ambos pescadores por la Cancillería de México. La decidida intervención del Gobierno mexicano los salvó de ser juzgados como guerrilleros por un tribunal militar.
Fiel a la tradición de impunidad de nuestra región, tanto los fallecidos como los dos sobrevivientes fueron declarados culpables ¡de rebelión militar!, al tiempo que se exoneraba al Ejército de toda culpa.
Tan perseverante fue la acción de las organizaciones de derechos humanos que adoptaron a los valientes denunciantes que, en 1993, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos hizo pública una recomendación al Gobierno de Venezuela instando a investigar el caso, sancionar a los autores intelectuales y materiales de la matanza y, también, indemnizar a los familiares de las víctimas.
Luego de todos estos años, todavía no está claro por qué los militares venezolanos masacraron a los pescadores. La coartada invocada por los asesinos resultó a la larga insostenible, pero eso es solo en lo que atañe a lo estrictamente procesal.
Qué pudo llevar a la casi veintena de implicados a asesinar a los pescadores, muchos de ellos vecinos y conocidos suyos, es algo que rehúye cualquier explicación, como no sea la de una demencial violencia realenga, no más. Tanto más pavorosa cuanto menos motivos aparentes pudo tener.
Treinta años más tarde, los sucesos de El Amparo han sido llevados exitosamente al cine por el director Rober Calzadilla, a partir de una brillante pieza teatral de la escritora venezolana Karin Valecillos.
En un país cruelmente desgarrado por la discordia política, no ha faltado quien sugiera que los realizadores del filme llevan agua al molino satanizador de la Venezuela anterior a Chávez, tan propio de la propaganda chavista.
Yo encuentro, al contrario, que entre los muchos logros del filme está el haber adoptado muy empáticamente la perpleja subjetividad de los sobrevivientes. A ratos, lo inquietantemente inaprensible que hallamos en actos como los narrados se hace presente en el película como si de una pesadillesca alucinación se tratase. La película ofrece, además, imágenes tan atemporalmente latinoamericanas que logra infundir en el espectador la noción de que no asiste a algo ocurrido hace ya décadas y, por tanto, imputable a antiguos desgobiernos “oligárquicos”, presuntamente superados por el socialismo del siglo XXI, sino a atrocidades que aún siguen ocurriendo en la República Bolivariana de Venezuela.
Sin buscar muy lejos, y mientras tecleo esta mi bagatela semanal, llega la noticia de aún otra matanza, a manos del Ejército, de 18 mineros de nuestra Amazonia. Parientes que reportan tiros de gracia, parcas declaraciones de la superioridad alegando que el Ejército fue emboscado por los fallecidos; en fin, nuestro eterno retorno a la madrugada de El Amparo.