El mito del triunfador hecho a sí mismo es irreal. Todo avance solitario es en realidad solidario.
Publicado en: El País
Por: Irene Vallejo
Érase una vez una niña que estaba sola en el mundo. He olvidado el resto del cuento, pero recuerdo el terror contenido en esa frase. Con literalidad infantil, me imaginé a mí misma en un planeta vacío bajo las heladas estrellas. Más que ningún otro relato de miedo, la imagen de ese páramo y de ese desamparo nutrió las pesadillas de mi niñez. Tal vez el temor al abandono alimenta la necesidad universal de pertenecer a un grupo, a un equipo, a un partido, a una familia sanguínea o elegida. Nos mueve el anhelo febril de adhesiones. Incluso las rebeldías, conspiraciones y nihilismos buscan el calor de un clan disidente. Cuanto más incomprendido sea el rasgo compartido, más une. Hasta las redes sociales, que nos enjaulan en una rutilante burbuja, nos seducen al prometernos una ilimitada posibilidad de encuentro. Porque la buena compañía nos nutre. La palabra proviene del latín cumpanis, que significaba “compartir el pan”. Uno de nuestros apetitos más hondos es ser aceptados y convidados, hacer buenas migas con quienes nos rodean. Necesitamos confiar en otros, y que confíen en nosotros. Aunque ese orgullo de pertenencia desate más pasión que compasión.
Al amparo de la democracia ateniense, Aristóteles definió a los humanos como seres sociales, animales cívicos inseparables de las redes de afectos, vínculos, intercambios, solidaridades y sueños compartidos que nos anudan y sostienen. En su Política, argumentó que un individuo no logra ser feliz en una ciudad infeliz: las penalidades de tus vecinos son también tu desgracia. “Quien es incapaz de vivir en comunidad o quien nada necesita por su propia suficiencia no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios”. El ideal de independencia y arrogante autonomía puede ofrecer una vida divina o fiera, pero en todo caso inhumana. También había sombras en la comunidad imaginada por Aristóteles; las mujeres y esclavos quedaban excluidos de la ciudadanía. Sin embargo, un mensaje poderoso late en sus palabras: todos los seres humanos somos políticos, y no solo los profesionales del gremio parlamentario.
Loables o detestables, las decisiones del poder nos afectan siempre. Quizá por eso, los griegos llamaban ‘idiota’ —cuya raíz significa “propio”— a quienes se desentendían de los asuntos públicos, pendientes solo de sus intereses particulares. En tiempos de sobresalto, la política se vuelve sospechosa y las sociedades se fragmentan en archipiélagos de esfuerzos aislados, privados —de aliento colectivo— y desconfiados. En esos momentos, cuando se ignora lo que nos anuda y abundan los idiotas, suben al poder quienes se las saben todas.
En uno de los más famosos diálogos de Platón, el filósofo Protágoras —portavoz intelectual de aquella joven democracia— se pregunta cómo logramos convivir en sociedad, pese a los conflictos y los exabruptos. Para explicarlo, cuenta un mito donde las ideas respiran, tienen carne, músculo y rostro. Cuando los dioses crearon el mundo, encargaron a dos titanes, Prometeo y Epimeteo, distribuir dones entre la multitud de seres vivos. Y, ay, el atolondrado Epimeteo —cuyo nombre significa “el que actúa primero y piensa después”— insistió en ocuparse a solas del reparto; como todos los grandes incompetentes, estaba muy seguro de sí mismo. Empezó por los animales: a unos dio garras y dientes afilados; a los más débiles, velocidad para huir o un hábil camuflaje. Sin embargo, olvidó reservar un regalo para la especie humana. Ahí quedamos, inermes, torpes, sin alas ni aletas, patilargos, cabezones, vulnerables… una calamidad. Para resolver el desastre, Prometeo robó del cielo la chispa del fuego y así aprendimos a encender hogueras. Apiadándose de nuestra especie desvalida, el dios Zeus nos regaló la justicia y el sentido político. Protegidos de la oscuridad y el frío por ambos dones –el fuego y la palabra que une–, inauguramos las veladas en torno al círculo hospitalario de luz para contar cuentos, coser y cantar, crear comunidad. Al amor de la lumbre, incluso antes de inventar las mesas, la humanidad practicó las sobremesas.
De esa manera, aunque seamos débiles por separado, nos hicimos fuertes al colaborar. No tenemos zarpas, pezuñas, aguijones o caparazones, pero aprendimos a tejer sociedades. Solos valemos poco, nuestra verdadera ventaja competitiva es el talento para cooperar. La filósofa María Zambrano nos definía como “soledades en convivencia”. En Persona y democracia reclamó “una sociedad humanizada donde lograr que la historia no se comporte como una antigua deidad que exige inagotable sufrimiento”. Frente al desamparo que siempre nos acecha y, a falta de colmillos, nos protege actuar como animales políticos, capaces de compartir, cuidarnos y divertirnos juntos. Gracias a los dioses, tenemos chispa. Y en la densa oscuridad, somos breves fulgores que se buscan.
La antropología y la biología evolutiva confirman las intuiciones de aquellos mitos originarios. En su ensayo The Secret of Our Success, Joseph Henrich actualiza a Epimeteo: el ser humano es una criatura débil, lenta y no particularmente hábil para trepar a los árboles; nacemos gordos, prematuros y con el cráneo abierto. En una casa de apuestas prehistóricas, nuestra cotización habría sido nula. Heinrich sostiene que los logros de nuestra especie no son fruto de una inteligencia innata o habilidades mentales especializadas. El motivo es que crecemos aprendiendo de otras personas. Cada generación construye sobre los cimientos de las estrategias y sabiduría acumuladas por generaciones previas. Este bagaje supone una ventaja tan grande que la selección natural ha favorecido durante milenios a quienes mejor aprenden socialmente. La trenza entre la cultura y los genes nos volvió peculiares, un nuevo tipo de animal: aprendices adaptativos. Heinrich afirma que la innovación depende de nuestra habilidad para colaborar más que de nuestro intelecto, y el gran reto es evitar la fragmentación y la disolución de nuestras comunidades.
La ciencia muestra que los mayores avances no son destellos de mentes excepcionales, únicas e irrepetibles. Al contrario, los grandes descubrimientos son resultado de hallazgos previos, colaboración y saber compartido a lo largo del tiempo. Sin embargo, en la escuela aprendemos nombres estelares asociados a tecnologías revolucionarias. Idolatramos una mitología protagonizada por líderes carismáticos y paternalistas, gobernantes providenciales, emprendedores solitarios y genios disruptivos. En una perversa paradoja de nuestra política, las habilidades necesarias para ganar elecciones —ferozmente competitivas— eliminan de la carrera a quienes gobernarían de forma serenamente colaborativa. Ser un pedazo de pan cotiza a la baja —y al hambre— en el mundo del apego al ego.
Como enseñan los cuentos infantiles y Aristóteles, el mito del triunfador hecho a sí mismo es irreal: todo avance solitario es en realidad solidario. Por algo llamamos “compañías” a las empresas y, por eso, el lugar donde aprendemos —el colegio— nos reclama ser buenos colegas. De hecho, separarnos y enfrentarnos disminuye nuestra prosperidad. Divididos somos más combativos y conflictivos, menos efectivos. No es casualidad que las palabras sólido, salud y solidario tengan el mismo origen lingüístico. Hemos construido sociedades sobre una paradoja: a la debilidad debemos nuestra fortaleza. La indigencia del ser humano se convierte en el principio de nuestro poder, escribe Zambrano. La evolución cultural favoreció el crecimiento de las tribus, la cooperación, la armonía interna y la valentía para compartir riesgos. Ante los problemas ajenos, milenios de selección premiaron el compañerismo, no el “con su pan se lo coman”. Lo que nos hizo diferentes es no ser indiferentes a los demás.