La elecciones del pasado domingo han marcado el fin de dos décadas en las que Bolivia ha vivido bajo el
control del partido MAS, que impuso los dictados del castrismo y del chavismo.
Publicado en: ABC
Por: Carlos Granés
Salió de la provincia del Chapare, la región cocalera del trópico cochabambino, para convertirse en el presidente de Bolivia, y allí mismo regresó dos décadas después despojado de cualquier honor, envilecido por el poder y transformado en forajido. La vida de Evo Morales, como la de todos los caudillos latinoamericanos, ha sido excesiva.
En los últimos veinte años pasó de vivir en un edificio de 34 millones de dólares que él mismo mandó construir, a refugiarse detrás de una empalizada en Lauca Ñ, un pueblo cocalero donde cientos de campesinos lo protegen con escudos hechizos y lanzas de madera. Llegó a tener un museo consagrado a sus obras y milagros, y ahora lo persigue un abultado cartapacio donde sobresalen, más que milagros, pecados como el estupro, la trata de personas, el terrorismo y la obstrucción electoral.
Morales fue una figura central en el proceso político que aglutinó a los indígenas, a los sindicatos cocaleros y a los movimientos sociales en torno al MAS (Movimiento al Socialismo), pero acabó convertido en la dinamita que destruyó la hegemonía de la izquierda y las mismas siglas con las que llegó al poder en 2006, 2010 y 2015.
En estos años dejó de ser uno de los políticos latinoamericanos más seductores para los aprendices de chamán europeos, mutando en un radical al estilo de Kurtz, el personaje de Conrad, a quien solo siguen cocaleros fanáticos que lo ven como un redentor o como un padre, y que secundan los planes de sabotaje con los que se desquita de un país que ya no lo quiere más como presidente.
Si la caída de Evo Morales fue dramática, su ascenso no fue menos espectacular. De una niñez andina en el pueblo de Isallavi, ubicado a casi cuatro mil metros de altura, pasó a ser un joven cultivador de coca en la zona cálida de Cochabamba. Quiso ser futbolista pero acabó de sindicalista, y de sindicalista dio un salto al activismo político y a la política institucional. Todo empezó a finales de los setenta y comienzos de los ochenta, cuando Estados Unidos, enceguecido en su ‘guerra contra las drogas’, presionó al Gobierno boliviano para que erradicara los cultivos ilícitos.
Como suele ocurrir con las malas ideas, el resultado fue el opuesto al deseado. Para mediados de los ochenta los cocaleros del Chapare habían formado las Seis Federaciones del Trópico de Cochabamba, una poderosa estructura sindical capaz de hacerle frente a los planes del Gobierno. En 1994 marcharon hasta La Paz para defender el uso tradicional de la hoja de coca, y a punta de movilizaciones y cortes de carretera frenaron el programa ‘Coca Cero’ del presidente Hugo Banzer.
Referente antiglobalización
Lo que había empezado como una reacción defensiva a la guerra contra las drogas no tardó en convertirse en una propuesta política de reivindicación campesina e indígena. Morales, que había entrado muy joven a la vida sindical, promovió en 1995 la creación del Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos, que luego se convertiría en el MAS. En 1996 empezó a liderar las Seis Federaciones del Trópico y un año después ganó un asiento en el Congreso. El activista entraba a las instituciones, pero no por ello estaba dispuesto a dejar la calle.
Aquello fue evidente en el año 2000, cuando se convirtió en uno de los líderes de la ‘guerra del agua’. Aquel estallido fue el efecto retardado del endeudamiento y de las grandes quiebras estatales de los años ochenta. Bolivia, como varios otros países de la región, se vio forzada a pedir préstamos internacionales, que el FMI y el Banco Mundial concedieron a cambio de reformas estructurales.





