Ceremonias del adiós - Irene Vallejo

Ceremonias del adiós – Irene Vallejo

Publicado en: El País

Por: Irene Vallejo

No sabías que eran las últimas palabras. Fueron cariñosas, sí, pero veloces, inconscientes, atenuadas por la costumbre. Daban por supuesto un mañana, un pasado mañana. Hace ocho años de aquel adiós desprevenido. No estabas a su lado cuando la vida huyó, no secaste el sudor de su frente, no pudo buscar tu mano, no escuchaste su última respiración. Tu padre murió sin ti. Tanto tiempo después, ese pensamiento aún escuece: faltaste, perdiste la despedida.

Nada disfrutaba tanto, tu padre, como hablar. Heredaste de él esa forma de mirar el mundo a través de un velo de palabras. Y cada vez que algo te sucede o te preocupa, renace el impulso de empuñar el teléfono para contarle, para escuchar ese timbre y esas inflexiones que permanecen grabadas en la memoria de tus oídos. “A los muertos los sepultamos. Sin embargo, nadie nunca les sepulta la voz. Vivas guardo las palabras de mi madre”, leíste en un libro del escritor mozambiqueño Mia Couto. Los egipcios de hace miles de años tenían por costumbre escribir cartas a los suyos en el más allá y depositarlas en sus tumbas. Algunas estaban escritas en papiro, la mayoría incisas en el interior de cuencos de arcilla donde colocaban ofrendas de agua o alimentos, confiando en que su destinatario en el otro lado leería el mensaje después de saciar su hambre y su sed. Las cartas, que narraban sencillos acontecimientos familiares con un lenguaje íntimo, revelan un diálogo verdadero. Están inundadas por la idea de que la muerte es un mero cambio de domicilio y los ausentes esperan ansiosos noticias de los vivos.

Los rituales del adiós nacieron del anhelo de reconciliarnos con la despedida y la memoria. El duelo reclama sus ceremonias, esas costumbres antiguas que te guían durante los primeros días anonadados, la atención al detalle, las flores, la música: que te abracen, te rodeen, te sostengan. Necesitamos liturgias para llorar juntos, para celebrar lo vivido y susurrarnos las frases interrumpidas. Nuestros antepasados romanos no enterraban a sus muertos en cementerios cerrados, sino en largas hileras, bordeando las vías y los caminos, fuera de las poblaciones, más allá de las murallas. En sus lápidas escribían epitafios donde recordaban al caminante, contra el olvido y el silencio, lo que hacía únicos a sus seres añorados. En muchas de esas inscripciones —a veces en verso, otras en prosa: siempre auténtica poesía— perduran las palabras de piedra de los propios muertos, suplicando al viajero una pausa reflexiva, un deseo amable, una lágrima. En una lápida encontrada en Roma, habla una difunta optimista: “He vivido amada por los míos. Aquí estoy muerta, y soy ceniza; esta ceniza es tierra, pero, si la tierra es una diosa, yo soy una diosa y no estoy muerta”. Ancianas, jóvenes, adolescentes, niñas pequeñas, recién nacidos; médicos, maestros, mensajeros, esclavas, músicos y poetas, hablan con sus epitafios a los vivos, confiesan haber vivido.

Tu padre murió en primavera, en absurda contradicción con la vida que renacía. Su última mirada no te encontró a su lado. Hoy vuelve a ser abril y en el aire bañado de sol flota no solo el polen, sino la pena de todos los huérfanos de despedida, las viudas del adiós. Por experiencia sabes que no elegimos las últimas veces, que nos estremecen la memoria como emisarias de un pasado que ya nadie puede cambiar. Sin embargo, el diálogo continúa porque los muertos se quedan enteros dentro de nosotros, esculpidos en lo que somos gracias a ellos. No desaparecen del mundo, impregnan el futuro a través de la huella que dejaron en los vivos. En nuestras frases bucean y respiran las suyas. Como tus antepasados, crees que hablar es una manera de cobijar la vida. En estos ocho años has inventado tus propias ceremonias del adiós, has vendado con palabras el hueco de la despedida robada. Lo sabían los egipcios que escribían cartas al más allá. Lo sabían también los romanos que en los caminos se detenían un instante a escuchar las voces del silencio: hablar con los muertos es algo menos que una conversación, pero mucho más que un monólogo.

 

 

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