Publicado en El Espectador
Uno suele dar órdenes al mundo, a sabiendas de que no serán obedecidas. ¿Por qué habrían de serlo? Hay más de 7.000 millones de personas sobre el planeta, las cuales no tienen por qué interesarse en lo que manda o no manda un iluso parroquiano desde algún altiplano tropical. Nuestra escala, si Dios ya no está por ahí para congregar y llamar al orden, es diminuta.
¿La idea entonces es restringir a un país o a un sector del público de ese país el ámbito en que esperamos obediencia? Las probabilidades, aunque dejan de ser cero, siguen siendo exiguas. Tal vez uno pueda propagar un gusto efímero o sembrar una duda socrática o hasta poner a circular una idea que con el tiempo vaya a alguna parte o dé algún fruto. No será fácil saber en ese momento si el fruto nos pertenece o si otra persona sembró la idea antes que nosotros o la sembró de otra forma. Igual, pocos refranes más falsos que el que dice que no hay nada nuevo bajo el sol. Bien visto, es casi lo único que hay, así por lo general se trate de reinventos de reinvenciones.
Bajando por la escala, se puede decir que las órdenes que da el dueño de una empresa o director de una institución sí se obedecen, aunque será en el ámbito concreto de la misma. Más difícil la tendrá ese mismo personaje con su hijo adolescente, quien tal vez sin conocer el origen histórico de la frase dirá entre dientes: se obedece, pero no se cumple. En fin, ni siquiera las órdenes que uno se da a sí mismo se cumplen a cabalidad nunca. Los humanos llevamos adentro un subteniente que hace lo que le viene en gana sin explicar.
La clave en esta línea de pensamiento está en el corolario: quienes detentan poder obtendrán también alguna medida de obediencia, pero es casi seguro que la megalomanía los engañe agrandando la percepción de esta obediencia hasta el delirio. Todos hemos visto a esos poderosos —políticos, empresarios, escritores, intelectuales, artistas, celebridades—, ufanos, seguros de prevalecer, caminando con aire sobrado hacia la puerta de salida, donde son puestos de patitas en la calle por la voluble opinión pública.
La democracia es sabia en la materia, pues limita el tiempo y el alcance del poder que otorga a sus elegidos, advirtiéndoles de entrada que no se hagan tantas ilusiones. Las órdenes que se dan en democracia, cuando tienen vocación institucional, serán constructivas en la medida en que contribuyan a la cimentación del andamiaje colectivo. Nada allí es seguro de todo y está bien que así sea, pues el método verdaderamente democrático no consiste en la vieja revolución permanente del malhadado enemigo de Stalin, sino en la reforma permanente, a veces virtuosa, otras no.
En cambio, los mandones, los mandamases y los dictadores se creen perdurables y obedecidos. Falsa alarma. Apenas cambie la dirección del viento irán a parar, perfumados por la ignominia, al mismo arrume en el que estábamos los demás desde antes.
Dicho esto, partir de la propia insignificancia no sirve de nada y verse siempre diminuto conduce a un pesimismo paralizante. En esta materia el solo hecho de nacer nos otorga a todos un billete de lotería con el que nos inscribimos en el juego de la vida. Con mucha frecuencia caen premios, de suerte que tal vez una tarde nos corresponda uno o por lo menos podría posarse sobre nuestra cara el chorro warholiano que dura 15 minutos y luego se esfuma. Del ruido, al menos de ciertos ruidos, algo queda.